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Viernes, 5 de diciembre de 2003
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Resistencias

Tejidos y tramas

En la villa La Cava, un grupo de mujeres se organizó en cooperativa para actualizar un saber milenario –el tejido, a dos agujas o al crochet– y convertirlo en recurso para hacerle frente a la miseria. Un año después, ya están pensando en exportar sus productos a casas de moda europeas.

Por Sonia Santoro
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Tenemos que aprender a hacer los círculos porque estas chicas les ponen círculos por todos lados.
–¿A máquina?
–No, con dos agujas.
Sentadas en sillitas de jardín de infantes, detrás de un mate cocido, las mujeres de la villa 31 se pasan los secretos para hacer que los puntos queden parejitos, que la costura no se vea, que los ojales no se desarmen. Pero, sobre todo, tejen y tejen porque el tiempo apremia y a ellas les pagan por prenda terminada. El tejido no sólo les permite sacar unos pesos para ir tirando, las ha reencontrado con un oficio que aprendieron casi antes de saber escribir su nombre. Quién sabe todas las cosas que se tejen cuando estas mujeres hacen sonar las agujas. Formalmente, dicen que tratan de afianzar el estilo para que sus prendas sean reconocidas en el mundo entero sin necesidad de leer “Artesanas de la 31”.
El jueves es día de reunión para las 20 que forman la Cooperativa de Mujeres Artesanas de la 31 (4824-3294). Ahí está Gabriela Irusta con sus 54 años ocultos detrás de un flequillo negro. Se separó hace 11 años y hoy vive con los cinco nietos de una hija que está presa. Los dos más chicos son mellizos de un año y siete meses con tantas ganas de corretear y poner el dedo en todo objeto que esté a la vista que Gabriela sólo puede esperar a que se duerman para agarrar las agujas. Así y todo, insiste porque está cerca de cumplir su sueño.
–Me acuerdo que cuando tenía 11 años empecé a tejer con mi abuela en Jujuy –cuenta–. Y después miraba cómo tejían en la escuela. Y como a mí me gusta el tejido, más al crochet, empecé a hacer cortinas, manteles, cubrecamas. Siempre era mi sueño tener un grupo de gente y tener mi propio taller de tejido, mi máquina. Yo tenía mi máquina y cuando vine de Jujuy la perdí y no me la pude comprar más.
Las mujeres se han juntado para charlar sobre la manera de hacer que la cooperativa siga funcionando a pesar de los problemas, que a ninguna le faltan. Esa reunión de capacitación está a cargo de Emma Almirón, una mujer suave pero decidida, que en los 70 había trabajado con el padre Mujica y que durante la crisis del 2001 detectó que había muchas mujeres que sabían tejer y que debían capitalizar ese saber. La reunión tiene la función de que puedan apuntalarse mutuamente. Hay cuestiones que las unen más allá de que recién en ese espacio se den por enteradas: hijos que se van a la calle, maridos desocupados, sostener el hogar, la violencia doméstica. Pero también, dice Almirón, se las capacita en ciertos valores: “Acá estaba todo muy fragmentado por toda la historia de los políticos, de las migajas, de la beneficencia. Y la idea era que ellas iban a manejar la cooperativa, que la cooperativa es de ellas y eso lo tienen muy claro. Y se van formando al mismo tiempo que van trabajando. Por eso están con polenta, porque ven que pueden crear algo diferente y sacar esta idea del fatalismo, de la miseria, de estar inmóviles frente a toda la situación que los oprime constantemente”. Almirón es de esas mujeres que en su vida hicieron un santa clara pero tiene amigas que tejen estupendamente: Susana Milstein, Marta Bonadeo e Inés Biedma. Con su ayuda como maestras pero también como contenedoras, se puso en marcha la producción. La presencia de Vicente Barros, del Instituto Movilizador de Microemprendimientos, fue decisiva para armar la cooperativa desde el punto de vista legal. Así que pronto se pusieron a trabajar.
Al principio no fue fácil. “Con el trabajo todo se va superando, las dificultades se van canalizando, les permite salir de la oscuridad a la luz. La situación pasa no por hacer tantos comedores sino por fortalecernos entre varios e ir a las causas que provocan la miseria, concretamente, dar trabajo. Eso fortalece y recupera a las personas”, dice Almirón.
Casi desde el comienzo, hace dos años, María Antonia García se sumó al grupo. Es la única que viene desde afuera: Lanús. Desocupada desde hace 3 años, hoy la mantiene su hija de 20. García siempre tejió para la familia pero nunca se animó a vender sus pulóveres. En la cooperativa no sólo le hicieron ver que lo que ella hacía podía interesar a alguien sino que se perfeccionó: aprendió a hacer costuras invisibles y a tejer al crochet.
–No está bien pago pero no me queda otra, además tengo la ilusión de que podamos exportar –dice.
Con exportar sueñan casi todas porque lo que se gana por tejer acá es muy poco. Lo máximo que han llegado a cobrar por un pulóver es 20 pesos, cuando por más sencillo que sea no puede llevar menos de dos días de afilar agujas y aguzar los ojos.
El primer trabajo de la cooperativa fue para la diseñadora Mary Tapia, que lo vendió a la firma italiana Fatto a Mano. Ahora trabajan para Alejandra Polito, Yamile Curi y Alejandra Usandivaras, dueñas de la casa de ropa para chicos Trupa, que venden en los exclusivos locales de Quitapesares, Purodiseño y Mínimo y en algunas ferias de diseño. Tienen una propuesta de una empresa local. Y ya ha surgido esa posibilidad tan ansiada de tener una conexión internacional directa. El empresario Roberto Celentano va a poner un negocio en Madrid y les propuso que lo abastecieran de ropa artesanal de lanas de oveja, llama y alpaca.
Elsa Quinteros está tejiendo unas muestras de hilo para el verano. Manipula ese hilo rojo con velocidad y precisión que sorprenden. Revoloteando a su alrededor anda su hijo Pedro Emilio, de 4 años, encapuchado con una camperita celeste de puntos exóticos. En Cochabamba, Bolivia, Quinteros trabajaba con un grupo de mujeres que exportaban a Alemania. Hace dos meses que se integró a este grupo con la esperanza de aportar para el tratamiento de su hijo, que está enfermo de leucemia.
Los hijos están siempre presentes, porque los han traído a la reunión, porque los dejaron en la escuela y aprovechan esas pocas horas para trabajar, porque se enferman y no les dan respiro o porque, simplemente, no quieren que trabajen. Patricia Cabezas, por ejemplo, hace cuatro años que dejó Tupisa, Bolivia, para instalarse en la villa 31. Tiene 24 años y tres hijos. El año pasado había empezado a tejer en la cooperativa pero tuvo que dejarla cuando sus hijos cayeron enfermos.
Hace apenas dos semanas, junto a su amiga María Rosa Salazar, se está tratando de integrar al grupo. Por el momento, están tejiendo para sus hijos mientras van formándose un poco más y aprendiendo qué es lo que piden los diseñadores. Jujeña la primera, boliviana la segunda, comparten la escuela de sus hijos y las ganas de volver a su lugar de origen. Pero la certeza de que allá van a estar peor que acá las impulsa a buscar salidas en el barrio.
Como ellas, de vez en cuando alguna mujer se asoma con pudor a esa puerta que permanece semiabierta porque se enteró del trabajo y rescató aquella vieja aguja de cuando era común pasarse la tarde tejiendo y mirandonovelas. En esos encuentros comparten la actividad, se ayudan entre ellas a tejer mejor; cuando viene trabajo y no se sabe el punto las que más saben les enseñan a las novatas. O alguna que le ha enseñado a su marido y a su hijo a enredarse entre las lanas sin prejuicios para tejer tan bien como ellas una producción más abultada. “La idea fue también que las mujeres no salieran de la villa para que pudieran contener a los chicos en la casa”, cuenta Almirón.
En teoría, la cooperativa se sostiene con el 5 por ciento de lo que se cobra por los trabajos, aunque por el momento, lo que ganan no les ha dejado resto. Hacen tejido a dos agujas, a crochet y a máquina (aunque tienen sólo una). A cada tejedora se le entregan entre 10 y 15 prendas para hacer en un determinado plazo y, una vez hecha la entrega, se cobra el trabajo. “Cuando es un trabajo así mayor ves toda la plata junta y te rinde. Hacer un pulóver por encargo no te sirve”, explica García.
Hasta el momento, los diseñadores les han entregado la materia prima para poder empezar a tejer, pero ahora que van a vender su propia marca necesitan financiar la producción. Por eso, además de la difusión que les ha dado la prensa, que fue mucha, necesitan apoyo de otro tipo. Irusta, que es la secretaria de la cooperativa, habla de la necesidad de tener un lugar propio.
Cómo no recordar aquí a Virginia Woolf y su ensayo Un cuarto propio, producto de una conferencia que dio a fines de los veinte sobre las mujeres. Allí, la escritora hablaba de la necesidad de las mujeres de tener un espacio físico propio y dinero con el cual sostenerse económicamente para poder dedicarse a labores creativas. Al final, decía: “Así, cuando les pido que ganen dinero y tengan un cuarto propio, les estoy pidiendo que vivan en presencia de la realidad”.

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