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Viernes, 16 de enero de 2015
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HOMENAJES

La diva húmeda

A los 83 años murió la inolvidable Anita Ekberg, sirena en blanco y negro que inmortalizara la sensualidad desde una fuente.

Por Marisa Avigliano

En la playa una monja tibetana que no es monja ni es tibetana –sólo acepta el mote como una escena más de la modernidad– dice, cuando se entera de la muerte de Anita Ekberg, que Anita era, remarca enfática el verbo, dice “era”, lo repite y aclara las razones de ser alguien, sus argumentos se ilustran con la imagen de la actriz sueca sin el estigma de la Fontana di Trevi, sin La dolce vita, sin Mastroianni y sin Fellini.

La imagen que la monja tibetana recuerda es una foto en la que Anita con vestido ajustado, escote bote, prendedor y pelo recogido en alto se defiende de un paparazzi con un arco y una flecha. Apuntarle al entrometido de la cámara es la pose consentida para otro paparazzi, el que retrata la escena de la memoria. La monja tibetana sabe que aquella imagen alcanza para coronar el obituario de la prisa que después completarán los otros con datos y preferencias mientras en Roma los obreros que trabajan en la reconstrucción de la Fontana cuelgan de los andamios a días de su muerte (murió el 11 de enero) un gran cartel con un “Ciao Anita” al lado de una foto tomada en un descanso del rodaje de La dolce vita con su cara cuerpo y su voluptuoso –tan voluptuoso como ella– pelo rubio.

Kerstin Anita Marianne Ekberg nació en Malmö, Suecia, el 29 de septiembre de 1931. A los diecinueve fue Miss Suecia y antes de cumplir los treinta bañada por las aguas de la fuente italiana le dijo a Mastroianni con voz finita –que se perdía en el escote y en los metros de sus piernas– la frase de la eternidad: “Marcello, come here! Hurry up!”. El concurso de Miss Mundo que no ganó la hizo aterrizar en Estados Unidos y ahí se quedó como epicúrea revelación de Hollywood con Globo de Oro incluido. Anita ya no volvió a casa (tenía siete hermanos), se quedó entre los sets y los flashes para las tapas de Playboy y Pin-Up. Fue la sirvienta de un cuento de Las mil y una noches con Rock Hudson en The Golden Blade (1953), la partenaire fastuosa de Abbott y Costello, y de Dean Martin y Jerry Lewis, Hélène, la esposa adúltera del embrutecido Pierre Bezukhov (Henry Fonda) en La Guerra y la Paz (1956), de King Vidor, y también la stripper que atacan en la ducha (unos años antes de Psicosis) en Screaming Mimi (1958), un thriller psicológico clase B antes de ser la musa del director italiano y un icono cinematográfico. No era buena actriz, nadie pensó que lo era, alguien debió decirles a sus padres que se trataba de otra cosa –como hizo Favio con los de Marina Magalí cuando la eligió para ser Griselda en Nazareno Cruz y el Lobo. Anita era pose y cuerpo, piel luminosa para Fellini y un soldado alemán para Mastroianni. La efigie húmeda se convirtió en modelo gigante de sátira sexual –una gigantografía móvil describe mejor la escena de la pantalla– cuando en Boccaccio 70 promocionaba leche persiguiendo a un puritano. Fellinesca escena entre la parodia y la lujuria que agrandaba senos y achicaba posibilidades.

Se casó con dos actores: Anthony Steel y Rik van Nutter y quizá vivió algunos de los romances que se le adjudicaron (la lista incluye a Frank Sinatra y Gianni Agnelli, el presidente de Fiat). A la diva mojada la custodiaban dos perros dobermann, a la diva mojada ningún quirófano le sacó las arrugas.

Sí, murió arrugada tres años después de haber perdido todo en un incendio.

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