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Viernes, 6 de febrero de 2015
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experiencias

Carne de la historia

La diversidad corporal y el modo en que sobre ella actúa la biotecnología pone en cuestión premisas que se dan por ciertas aunque merecen signos de interrogación: ¿mi cuerpo es mío?, ¿la biología no es destino?, ¿o será que sí lo es?

Por Mauro Cabral
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Entre los trece y los catorce años me enteré de que había nacido sin útero –ahí no hay nada, fueron las palabras exactas del médico que me hacía la primera ecografía de mi vida–. Tuvieron que pasar más de treinta años hasta que otro ecografista me dijera que, en realidad, ahí hay algo: un útero. Y no es que el órgano en cuestión hubiera crecido a lo largo de ese tiempo, sino que los avatares de la tecnología del diagnóstico por imágenes lo habían hecho, al mismo tiempo, visible y real –lo habían descubierto, podría decirse–. El status de realidad de mi útero siguió siendo ambiguo. En los distintos estudios de control que siguieron entre aquella aparición ecográfica y el presente de mi cuerpo, el útero aparece a veces y es descripto entonces como un esbozo, un trazado o un vestigio, o como un tejido infantil y no desarrollado. Otras veces no aparece, y es descripto, sin darle más vueltas, como inexistente. El comportamiento impredecible de mi útero –o de su fantasma– al ser expuesto/s al ultrasonido me ha enseñado una lección que finalmente he aprendido: llevo conmigo las fotos y los informes que documentan su existencia cada vez que me hago una nueva ecografía, porque lo azaroso de sus apariciones y desapariciones amenaza con comprometer mi credibilidad como paciente. Bien o mal, me he acostumbrado con los años a encarnar un cuerpo que no sólo cambia bajo los efectos de la edad, la alimentación, las cirugías y las hormonas, sino también de acuerdo con los avatares de tal o cual tecnología diagnóstica, y a convivir sin enloquecer –quiero decir, sin enloquecer del todo– con el grado de irrealidad que le confiere esa tecnología a la materialidad supuestamente irrefutable de mi carne.

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En octubre del año pasado leí la noticia que hablaba de una mujer en Suecia nacida con un cuerpo como el mío. Ella tampoco tenía útero, y a los 36 años le trasplantaron uno –donado por una amiga de la familia quien, a los sesenta y un años, llevaba siete de menopausia–. La noticia, sin embargo, no terminaba con el trasplante: ahí empezaba. La mujer había dado a luz a un bebé, gestado a través de la fertilización in vitro y posterior implantación de uno de sus propios óvulos.

En enero de este año –la semana pasada– la noticia que leí fue otra: una que hablaba de una mujer en Inglaterra nacida con un cuerpo como el mío. Ella también tenía un útero vestigial, y tras varios años de terapia hormonal con estrógenos y progesterona creció hasta alcanzar las dimensiones que lo volvieron apto para el tratamiento de fertilización in vitro –cuyo resultado fue, apenas unos días atrás, el nacimiento “milagroso” de dos gemelas–. (Hablando de milagros, y como si se tratara de una huida a Belén en nuestros tiempos, el tratamiento de fertilización e implantación tuvo que hacerse en Chipre, donde es más barato, porque en Inglaterra no estaba cubierto por la prestadora nacional de salud.)

Si bien las dos noticias son sorprendentes, su abordaje de la intersexualidad no lo es. Los cuerpos de ambas mujeres fueron descriptos invariablemente desde la diferencia sexual en falta –como si la intersexualidad los hubiera convertido en el producto siempre fracasado de su comparación con el promedio corporal femenino–. En este contexto, el embarazo, el parto y el “milagro” de los tres nacimientos parecen funcionar como instancias de reparación de esa falta literalizada por el diagnóstico. A pesar de la recurrencia de esa comparación –que reduce los cuerpos intersex a aquello que no son– ambas noticias ponen en juego una transitoriedad del cuerpo que desmiente cualquier posibilidad de fijación, clasificatoria, identitaria, carnal, biográfica. En el primer caso, el transplante vino a relativizar no sólo la diferencia entre cuerpos nacidos con o sin útero, sino también entre cuerpos pre y posmenopáusicos, así como cualquier ilusión de estabilidad orgánica: el transplante será removido una vez que cumpla con su objetivo (uno o dos embarazos), a fin de no someter a la mujer en cuestión a una terapia farmacológica de por vida. En el segundo caso, la coexistencia entre los cromosomas XY de la mujer y la capacidad de su útero para pasar de la inexistencia absoluta al embarazo obligan a repetir, una vez más, la consabida aseveración spinoziana: en serio, ¿quién sabe lo que puede un cuerpo?

En ambas historias el recurso a la biomedicina vino no solamente a cumplir el deseo de maternidad expresado por las dos mujeres; lo cierto es que, sorprendentemente, este cumplimiento vino también a poner en cuestión los propios saberes biomédicos en torno de la fertilidad de las personas intersex y a cuestionar implícitamente la crueldad de sus prácticas, incluida la esterilización –aunque es preciso, por supuesto, mantener la sospecha ético-política permanente acerca de cualquier puesta en valor de nuestros cuerpos que resulte solamente de su capacidad de dar vida a otr*s.

Personal, íntimamente, para mí la sorpresa como lector de esas noticias fue otra, aquella de una constatación imposible pero real: cada una de esas mujeres encarna un cuerpo distinto al de la otra y, sin embargo, y a lo largo de sus vidas y de la mía, esos cuerpos podrían ser, o no ser, como el mío.

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Desde aquel primer fogonazo ecográfico que iluminó mis entrañas adolescentes crecí seguro de la esterilidad constitutiva de mi cuerpo; la seguridad se mantuvo incluso cuando ese vestigio de útero comenzó a hacerse presente. Los avances de las biotecnologías de diagnóstico e intervención –en otros cuerpos y en el mío– me obligan a revisar esas certezas y a desecharlas. Mi cuerpo, que no tuvo útero y fue estéril durante más de tres décadas a veces, tiene un útero, y en esas distintas versiones del ¿mismo? yo soy estéril y podría no serlo, haberlo o no haberlo sido. Mi vida ¿hubiera sido distinta si...?

Entre quienes me rodean suelen rehusar definir sus cuerpos, tentación en la que caen con frecuencia quienes fueron diagnosticad*s como hombres o mujeres al nacer y prefieren ignorar el secretito sucio de sus orígenes. También hay quienes los definen a partir de tal o cual identidad, o quienes apelan a fórmulas diagnósticas para comunicar con precisión que esa, y no otra, es la piel que habitan. Hay quienes teorizan el cuerpo como efectos de discursos y otras prácticas, quienes lo postulan como una verdad que no admite cuestionamientos, como evidencia biográfica, y también como ardua construcción de sí. Noticias como éstas –nos, me– recuerdan que cualquier distinción binaria (incluyendo hombre/mujer y bio/tecno) está sujeta al trabajo paciente y burlón de su deconstrucción inevitable. Y obligan a recordar también que, más allá de cualquier sentido de propiedad individual sobre nuestros confines corporales, somos inescapablemente el artefacto encarnado de las economías biotecnológicas de nuestro tiempo: carne de la historia.

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Mirando a contraluz los recovecos de mi historia clínica he llegado a la conclusión de que esta nota está dedicada, por supuesto, a quienes creen de verdad que la anatomía es destino. Y también está dedicada, por supuesto, a quienes creen de verdad que la anatomía no lo es.

Que su verdad, cualquiera sea, de algo les valga.

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