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Viernes, 13 de febrero de 2015
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Violencias

Ese campo de batalla

Una niña de once años se encuentra en terapia intensiva. Tiene una enfermedad que le causa severos problemas de salud. Le acaban de insertar un stent y el año pasado fue trasplantada para seguir viviendo. Pero no puede ver a su mamá cada vez que quiere, no puede siquiera llamarla cada vez que quiere. M. y su hermano I. –poco más de un año mayor– fueron separados de Laura Amodeo, su mamá, el 27 de diciembre del 2012 en un operativo policial que involucró tres patrulleros, uso de fuerza y hasta golpes de puño entre distintos operadores. Esa fue la consecuencia para Amodeo y sus hijos por haber denunciado la violencia que la mujer sufría a manos del padre de los chicos y de haber asentado en sede judicial su sospecha de que éstos podrían haber sido abusados. Nunca estuvo en discusión que Laura sufrió violencia de género pero la jueza que intervino en la causa abierta por las sospechas de abuso evaluó que Amodeo “intoxicó” a M. y a I. con sus denuncias y ordenó la reversión de tenencia, además de impedir todo contacto con cualquier miembro de la familia materna. Así es como se usa el Síndrome de Alienación Parental (SAP) en el fuero civil aun cuando las asociaciones profesionales aquí y en el mundo lo declaran inexistente. M. lleva 40 días internada, su cuerpo es el campo de batalla donde el sector más conservador de la Justicia cree haber plantado bandera.

Por Luciana Peker
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Las luces con los angelitos quedaron titilando. Los camellos de los Reyes no vinieron a tomar agua en la casa de Villa Pueyrredón que dejó prendida las luces como señal de esperanza. No llegaron ni con sus huellas, ni con sus regalos, ni con sus leyendas o ritos Melchor, Gaspar y Baltazar el 6 de enero para descolgar la iluminación que brinda por lo que fue y vendrá. En esa casa pequeña pero con la madera de hogar y el punto crochet bajo las lámparas sólo se espera. Las luces se habían puesto el 8 de diciembre de hace dos años sin augurar la sombra que se arrojaría sobre las migas de la Nochebuena. Después de la Navidad, el 27 de diciembre del 2012, la policía vino a buscar a I. y M. (nombrados apenas con sus iniciales para preservar su identidad) que, en ese momento, tenían diez y nueve años. Nunca más volvieron a abrir sus camas ni decidir que el tiempo ya dejaba atrás los camioncitos y las hadas para pasar a juegos mayores.

Por eso, no hay fiesta ni recogimiento en esa casa. Sólo espera. Y la promesa encendida de que hasta que los chicos no vuelvan las luces que atraviesan la pared que da a la calle, que aparecen como una guirnalda de un resplandor enmudecido por la extrañeza y el silencio, no se apagan. Una casa con juguetes y sin niños es una casa muda. No es silenciosa, es silenciada. Nadie pide jugo, se queja porque no quiere ir a bañarse, reniega de hacer la tarea, festeja los goles en la play o pide compartir un armado de legos. El silencio aturde. Clava el aguijón de la ausencia en la falta de risas y reclamos. No hay música demasiado alta (como la del recital de Madonna que compartió la abuela Susy Pérez con sus dos nietos en River y está apenas congelada en una foto de recuerdo), ni escondidas sigilosas. El jardincito verde no respira sin bombitas de agua ni pisadas de fuga en una mancha. Dan ganas de bajar los ojos ante el orden de los juguetes que desenmascara la infancia desterrada de madre.

M. necesitó un transplante por una enfermedad congénita y pasó un mes y medio en terapia intensiva sin que su propia mamá pudiera extenderle tranquila la mano en la pelea por su vida. Laura Amodeo pudo ver a su hija, tejer con ella y acompañarla en la espera y la recuperación de la delicada operación recién después de una extenuante batalla judicial. La Justicia no la autorizó a verla después de la frontera hospitalaria. M. volvió a tener complicaciones en su salud y ahora está nuevamente internada. Duele ver las pulseras y los adornos tejidos entre M. y su mamá en la terapia intensiva del Hospital Italiano. El amor se hilvana por los nudos que apuestan a futuro y destellan colores entre una niña y su mamá que luchan por su propia vida y por unir su vínculo, tan fuerte como los hilos. Amodeo no sabe cómo hacer para acompañar a su hija, a la que llama “la soldadita valiente”, en los ratitos en que no la expulsan de la habitación con perfume a alcohol en gel.

Desde hace más de dos años, I. (que ya tiene 12 años y vería con desdén de preadolescente su pieza infantil conservada con el formol de la nostalgia) y M. (de 11 años) no viven y, prácticamente, no ven a su mamá, salvo ratitos aislados y muy esporádicos. La Justicia se los llevó, primero, el 27 de diciembre del 2012, a lo de sus padrinos y, después, con su papá y nunca más restituyó el vínculo con su mamá, acorralada después de denunciar violencia de género contra el padre de sus hijos.

El 27 de noviembre del 2009 Laura Amodeo realizó una denuncia por violencia de género y también asentó sus sospechas de abuso a sus hijos en la Oficina de Violencia Doméstica de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. La causa por violencia familiar se asentó en el Juzgado Civil Nacional de Primera Instancia Nº 8, a cargo de Julia Servetti de Mejías. Los peritajes e indagatorias no se hicieron con precisión, según Amodeo, y las pruebas del abuso no fueron suficientes para la mirada judicial. Pero el quid del conflicto no terminó, sino que se tomó revancha. La magistrada consideró que I. y M. tenían que crecer lejos de la influencia de su madre, que era dañina, con los argumentos del Síndrome de Alienación Parental (SAP) que alude a que la madre les llena la cabeza a los chicos y desde el 2012 rompió el vínculo entre Amodeo y sus hijos.

En la nota de Las12 del 25 de enero del 2013, con cuatro madres perseguidas por denunciar violencia de género, “La otra vuelta de tuerca”, Laura Amodeo llegó con desesperación y premura. Necesitaba volver a ver a su hijos y expresó su preocupación por los antecedentes de salud de su nena y el riesgo de que no sea bien atendida. Su mamá, la abuela de los chicos, Susy Pérez, la acompañaba con lágrimas. Ninguna de las dos esperaba que el castigo por denunciar violencia fuera tan largo y con tantas consecuencias. Susy nunca más –ni en terapia intensiva– fue autorizada a ver a ninguno de sus dos nietos. Y las derivaciones en la salud de M. ponen en la necesidad de una revisión urgente un caso paradigmático de las venganzas de ciertos sectores judiciales hacia las madres que denuncian violencia. Si las reversiones de tenencia se extienden y el caso de Laura Amodeo es paradigmático, ¿cuántas mujeres no van a sentir miedo antes de denunciar violencia?

“El 27 de diciembre, por una medida cautelar, invaden mi casa tres patrulleros, una psicóloga que se presenta como designada para facilitar el cambio de guarda y que, ahora sabemos, dice que los chicos están pasando por un proceso de desintoxicación de los sentimientos de la madre y que sólo van a tener contacto con el padre y los padrinos. Este episodio terminó bastante violentamente porque los chicos entran en una crisis nerviosa. Mi casa estaba invadida de policías. Yo entré a la ambulancia con custodia policial al igual que los chicos. La pediatra de turno del Hospital Zubizarreta nos dice que los chicos entren con la madre. El padre los manotea y le pega una trompada a una de las letradas. La policía me saca del hospital. De esta manera, el Juzgado le entrega la tenencia al padre. Los chicos quedan internados un día pidiendo estar con la madre. En ningún momento se les permitió hacer llamadas telefónicas ni el uso de Internet. Mi mayor angustia es no saber qué pasa por la cabecita de ellos después de un operativo donde se los vuelve a revictimizar, en una casa ajena, sin sus tratamientos psicológicos, y la nena sin su tratamiento médico. No hay ninguna seguridad de cuál es el estado físico y psicoemocional de ellos”, advirtió Amodeo sobre los riesgos de la salud para sus hijos y, especialmente, por la falta de cuidado médico de M., en un diálogo publicado en este suplemento, hace dos años.

La niña padece una enfermedad congénita, diagnosticada desde el 2010: lipodistrofia.

El riesgo y el miedo siguieron latentes como la lejanía entre madre e hija y la imposibilidad de Amodeo de llevar a su soldadita valiente al médico y certificar sus controles. En agosto del 2014 presentó un escrito ante el Juzgado de Primera Instancia en lo Civil Nº 8, en el que pedía copia de los estudios que el padre le tenía que realizar a M. “La niña padece una enfermedad congénita cuyo diagnóstico es lipodistrofia. Atento a ello la niña precisa la realización de exámenes periódicos para controlar que la enfermedad no avance y si los controles no se hicieran o la enfermedad avanzara, lo que hace en forma silenciosa, las consecuencias serían desastrosas para su salud”, dice el texto archivado en tribunales.

En esa presentación judicial, se deja constancia de que Amodeo sabía que los últimos controles a su hija habían salido mal, pero que el padre se negaba a dárselos.

El 15 de septiembre del 2014, a las 23.30, le avisaron, por mensaje de texto, que su hija estaba en terapia intensiva. “Desde que vos la viste a M., el estado de salud se agravó tanto que está internada en terapia intensiva del Hospital Italiano. Si te interesa más información llamá al pediatra”, decía el texto que enviaba su ex marido.

La expulsión de la maternidad –por el delito invisible de denunciar violencia– no la dejaba ni siquiera verla en el rincón de mayor riesgo de un hospital. Su peor premonición pública se cumplió: la salud de M. estaba –y sigue estando– en riesgo.

“Diez días antes de su internación le había pedido a una asistente social que me permitiera ver a M. y llamar a una ambulancia. Me contestó ‘No sea exagerada, está con un adulto responsable, tengo suerte porque terminé temprano y me voy a mi casa’. Después dijo que yo estaba muy nerviosa”, recuerda Amodeo.

El 24 de septiembre M. recibió un transplante. Pero su salud continúa delicada y, actualmente, está internada en terapia intensiva. “Después de la externación hay controles a los que M. no se presentó”, vuelve a denunciar Amodeo. Y recuerda la sombra más dura, cuando le avisaron que su hija estaba en terapia intensiva y le mostraron un papel judicial que decía que no podía acercarse a ella. Después, una orden provisoria la dejo verla, no sin obstáculos, en su estadía hospitalaria. Solo así M. y ella pudieron aprovechar la cama para practicar porcelana fría y hacer pompones violetas, verdes y rojos que M. les regalaba a médicos y médicas entre los pasillos del centro de salud de Almagro.

La espera no corre más en este caso. No se puede apelar a más paciencia. El hígado de M. estaba necrosado –muerto– y no podía recibir una donación parcial. El órgano llegó y el transplante de hígado se realizó exitosamente el 24 de septiembre. “¿Podés creer que estás acompañando a tu hija al quirófano con un policía al lado?”, pregunta ante la inclemencia. Y rescata del vínculo madre e hija: “Cuando se despertó, en terapia intensiva, me dijo: ‘Mamá, no te rindas, seguí luchando’. Quedamos en un pacto entre las dos”.

El 30 de octubre M. se fue de alta. Su mamá no la pudo ver ni seguir cuidando. Su abuela nunca pudo besarla. “Fue tan grande la crueldad que no me dejaron ver a mi nieta. La jueza no me conoce, no me hizo una pericia, pero ni a mí ni a otros familiares maternos nos dejan ver a los chicos. Nunca me explicaron por qué no puedo ver a mis nietos. Y en el hospital, incluso, no pude visitar a M. y la abuela paterna me rompió un diente y me pegó un codazo”, relata Susy Pérez. “Los chicos eran muy confidentes conmigo porque yo dejé de trabajar como asistente médica para cuidarlos. Por la primera persona que me enteré de que el papá le pegaba a Laura fue por I. Por eso creo que no quieren que los vea”, alerta.

Desde el Hospital Italiano, M. le escribió una carta a su abuela –como si viviera en otro país y no estuviera en la sala de espera esperando literalmente saber noticias de ella– que Pérez guarda como un tesoro. “Abu: cómo estás? Yo cada vez más cerca del alta, tengo ganas de verte. Mira que mamá tiene algo que te hice sólo para vos, pero tenés que prometerme no sacártela nunca”, le pide en una promesa que la abuela cumple, con la pulsera tejida por su nieta anudada en su muñeca. En una caja que atesora en la casa de Villa Pueyrredón, la vista no se cansa de leer otra letra indeleble de su nieta: “Todavía tengo tu rostro guardado en mi corazón” y “abuela te quiero mucho, sos lo que más quiero en el mundo”.

M. volvió a ser internada el 30 de enero en el Hospital Italiano, hasta el cierre de esta edición, por consecuencias de líquido libre en el abdomen. Su madre se enteró un día después y por correo electrónico. “El 9 de febrero le realizaron una angioplastia y le colocaron un stent. Ahora está en recuperación y se evalúa su avance. La puedo ver luego de momentos de mucha tensión porque, según el padre, yo no puedo estar en el hospital. Sin embargo, utilicé la orden de la jueza que indica que mientras se encuentra internada yo puedo estar con ella. Para evitarle tensiones a M., y sólo con el objetivo de proteger su salud, no insistí en estar en la habitación, pero en ningún momento me fui del hospital. En un momento pude estar con ella porque él tenía que ir a trabajar, entonces, según él, me dejó quedarme”, relata Amodeo agazapada entre las expulsiones que le corren la mano de su hija enferma.

M. ya lleva más de cuarenta días –intercalados entre sus distintas intervenciones– en terapia y quince en coma farmacológico. No se puede saber, a ciencia cierta, si las derivaciones en la salud de M. eran, o no, prevenibles. Pero Amodeo denuncia que los controles en su salud fueron negligentes y que ella estuvo privada del derecho a cuidar de su hija.

“Si el órgano no llegaba el 24 de septiembre M. no sobrevivía. No podemos saber qué hubiera pasado, con otro cuidado sobre la salud, con ella. Pero se podría haber llegado a un trasplante programado. Hasta tres días antes de su internación estaba con su abuela paterna y el adulto responsable estaba de viaje sin comunicárselo al juzgado. El 15 de septiembre asiste al colegio totalmente descompuesta. Estaba de color amarillo y por eso no le permiten el ingreso. Ellos piensan que es una hepatitis y por eso la mandan al hospital. M. se podría haber muerto por la inacción de la Justicia y la falta de cuidado. Ella sigue con problemas de diabetes y no me generan ninguna tranquilidad ni el padre ni la abuela paterna y me provoca impotencia saber que M. está descuidada y desprotegida. Además tiene falta de contención emocional”, acusa Amodeo. La abuela de M. también suma la vulnerabilidad afectiva al cuadro clínico. “No se sabe si M. llegó a la gravedad de este cuadro por el estrés emocional de todos estos años.”

El 11 de febrero, su abogado, Roberto Osvaldo Clienti, volvió a presentar al juzgado un reclamo por la atención en la salud de M. y el reclamo que el padre no informa sobre su atención, sino sobre un listado de médicos que la atendieron. “M. no tenía que ver médicos sin un protocolo de atención a su delicada enfermedad, que consistía que debían cada tres meses realizarse controles que previnieran un resultado como el que ocurrió. Lo que se solicitó (mucho antes de que se desarrollaran los críticos acontecimientos en los que estuvo en juego la vida de M.), era los controles que se debían realizar para prevenir complicaciones como las que ocurrieron”, se asentó en el expediente.

El efecto venganza por denunciar violencia

En junio de 1997, Laura Amodeo conoció al padre de sus hijos en la casa de unos amigos. El 14 de agosto del 2002 nació su primer hijo: I. La vida y la muerte a veces, demasiadas, se cruzan. El 20 de septiembre falleció el papá de Laura, Carlos Gerardo Amodeo, y su marido ya comenzaba a hostigarla, según su recuerdo. “¿Si tu papito se muere qué? ¿Te vas a poner triste?”, se acuerda ella que él le decía mientras debutaba como madre y se despedía de ser hija. Amodeo ahora es empleada administrativa en Tecnópolis. Ella es Licenciada en Comercialización, con una Maestría en Administración de Empresas, y, en ese momento, trabajaba en el área de atención al cliente de Telefónica. Sus compañeros creyeron que tenía un embarazo largo y record porque cuando pestañearon de su primera panza ya la vieron con la segunda. M. nació el 28 de noviembre del 2003.

El maltrato, el desprecio, la violencia sexual de relaciones sin preguntas ni escuchar respuestas se hicieron tan cotidianos como cerrar los ojos, relata Amodeo. El padre de sus hijos mide, aproximadamente, 1,95 y pesa 100 kilos y ella mide 1,64 y pesaba, cuando los golpes terminaron de acorralar la inequidad en la diferencia física, 64 kilos. Entre marzo y mayo del 2009 sufrió diferentes golpizas. Se separó y él se fue con exclusión del hogar.

Ella lo denunció en una causa por violencia contra ella y por una sospecha de abuso sexual, por dibujos infantiles y alerta de profesionales que constan en el expediente, que no prosperó. Pero la revancha, igual que en el caso de Andrea Vázquez, en Lomas de Zamora (que sigue separada de sus tres hijos después de denunciar por violencia a su ex marido) se cobró el vínculo con I. y M.

“No tiene explicación. Aunque tenga el apoyo de la jurisprudencia y la doctrina, el juzgado dice no. Hay una animosidad perversa por parte de la jueza a cargo del caso con el apoyo de la asesora de menores”, sostiene el abogado Clienti. “Nosotros pedimos que el padre presentase los controles que le tenía que hacer cada tres meses. Pero la jueza no hizo lugar. Tampoco permitió el contacto con la abuela materna. Ni habilitó la feria para disponer una asistente social para que la madre pudiese ver a la hija en enero. Se demuestra una perversidad total”, acusa el abogado de Amodeo. Y advierte: “La situación vivida por M., con importante riesgo de vida, es responsabilidad de quien la tiene a su cuidado y del juzgado, que es responsable de la salud de la niña”.

Amodeo también está preocupada por su hijo. “El mayor riesgo para I. es emocional. El está muy asustado y totalmente solo y desprotegido. I. está con reacciones agresivas en la escuela y entrando en la adolescencia. Tengo miedo de que se pueda lastimar. Las otras mamás lo ayudan a comprarle los materiales para la escuela o con las tareas porque está muy solo. Pero hay una grave responsabilidad en los riesgos de la salud física y emocional de los dos chicos”, subraya Amodeo.

En la casa de la infancia exiliada por la violencia relucen entre la penumbra de la tristeza las luces de las guirnaldas de angelitos. Susy Pérez, con una de las pulseritas que le hizo desde su cama de hospital su nieta, con hilitos de plástico coloridos, entrecruzados en dobles trenzas, anuncia: “Esta va a ser la luz que los está esperando. Ni se sacaron ni se apagaron. Los angelitos los están esperando”.

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