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Viernes, 27 de febrero de 2015
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La ruiseñora

Maria Tanase 1913-1963

Por Marisa Avigliano
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El pájaro mágico rumano es una mujer. Con voz que engatusa en tierra de vampiros y un repertorio que es flor nacional, Maria Tanase canta las canciones populares de su patria. Una infancia en los barrios bajos de Bucarest y un debut a los ocho años en el escenario de un centro cultural compilaron el romance. Sergiu Nicolaescu murió buscando actrices para que fueran Maria en la pantalla mientras su voz eterna se escucha en festivales de la canción, películas y documentales (como el de Laurentiu Damian, donde la imagen de Maria Tanase no es sólo el retrato de una cantante famosa narrada por amigos, choferes y costureras, sino la huella de un mundo que quedó atrás, un mundo que ya no existe) y en la radio de todos los días. La misma radio en la que cantó en vivo en 1938 (unos años antes se había presentado en el teatro con el seudónimo de Maria Atanasiu) acompañada por dos violines y un bajo y desde donde ahora la presentan como la Piaf rumana. Aquellas primeras grabaciones ya no existen, se perdieron cuando la Guardia de Hierro quemó sus discos por ser “amiga de judíos y demasiado feminista”, aunque las razones que dieron fueron que la cancionista distorsionaba las raíces del folklore. Su repertorio incluía más de cuatrocientas canciones de todas las regiones de Rumania: “Uvas agrias”, “Anoche, el viento soplaba”, “Mundo, el mundo”, “La vejez, la ropa pesada”, entre otras cientos. Prohibida y demasiado popular podrían ser las palabras con la que una historia achicharrada que confunde el aullido con la aurora boreal selló las razones del desprecio. Como las estrellas de su época –su estilo, las ondas de su pelo y sus mohines se confunden en el sepia con muchas de las cantantes que nuestro tango nos legó–, les cantó a los soldados heridos durante la Segunda Guerra y al regimiento de caballería con rey incluido antes de convertirse en la primera figura del teatro musical que Nueva York aplaudía. En mayo de 1963 el cáncer de pulmón que padecía la obligó a cancelar una de sus giras. “Hermanos, ya no puedo seguir. Tengo cáncer de pulmón y voy a morir pronto. Desde este momento no me volverán a ver”, y murió un mes después. Ella que usaba los vestidos más glamorosos en el escenario y los batones más simples puertas adentro pidió que su funeral no fuera mascarada ni espectáculo (un millón de personas acompañaron el cajón de la ruiseñor rumano) y que sus cartas y papeles personales –que había guardado en una bolsa blanca– fueran enterrados junto a ella. En su testamento –que se cumplió muchas décadas después– pedía además ser pozo de agua, una fuente natural en un lugar seco donde los caminantes calmaran la sed y la recordaran. La Difunta Correa de la canción, la artista emérita de las cejas infinitas que Turquía quiso hacer suya y que nació entre la opereta y el jazz del cabaret citadino y los romances que arrullaban las floristas de campo abierto, estremece con una fuerza vocal inspiradora –escucharla es abrir una caja de resonancia hecha de humor y bríos– cante lo que cante, una canción de cuna, una copla de amor de Transilvania o una balada fúnebre. Será que las palabras al lado de su voz encuentran el camino, rapazuelo sagrado de las heroínas, será que en la tibieza precaria de un palco en el que callan las apolilladas pieles la amplitud de un contralto como el de Maria hace el viaje inverso de la noche sin que nos demos cuenta de que es el mediodía. Será eso.

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