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Viernes, 24 de abril de 2015
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rescates

La mujer tatuada

Betty Broadbent 1909-1983

Por Marisa Avigliano
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Posa al lado de una cebra, tiene trece años, quizá catorce. El vestido corto de breteles finitos es lo único liso en la imagen, la modelo está completamente tatuada. Ya no es más una niñera en Atlantic City, ahora es atracción de feria y es vanguardia. Dicen que los tatuajes le gustaron antes de convertirse en figurín de arco iris raro por el que pagaban para mirar, dicen también que si no trabaja en el circo, moría de hambre. La elección estampada que había nacido arte en sus ojos, era adefesio inseguro y sucio pero muy entretenido en la mirada de los otros. En 1927 más de trescientos diseños (después contaron más de cuatrocientos y en cuatro colores) de los revolucionarios tatuadores Wagner, Rhineager y Van Hart entre otros, cubrían la piel de su silueta pin up. Vestida de tinta (la cara era la única parte del cuerpo sin dibujos) la mujer que había nacido un primero de noviembre en Filadelfia fue durante cuarenta años un maniquí nómade, una excéntrica amazona circense de caballos y mulas que desafiaba cánones de belleza compitiendo en concursos de bandas y coronitas. En grabado puntilloso y nalguitas rubensianas el cuerpo de Betty liberaba con transparencias desconocidas lo irreal de lo real. La dama del tattoo, como la bautizaron las décadas que la acariciaron tarde, dejó de exhibirse a fines de los años sesenta cuando la piel tatuada principiaba una piel repetida. En 1981 sus retratos –fue la mujer tatuada más fotografiada del siglo XX– abrieron el Salón de la Fama del Tatuaje ochentoso, murió dos años después, mientras dormía.

En los pliegues grabados de su cuerpo, Betty Broadbent coleccionaba nacimientos de otras vidas, como el nudo que forman tres pieles juntas en la simbología egipcia. Nacer muchas veces podía ser una de las respuestas a las preguntas que la interrogaban sobre el eléctrico dolor de las agujas acumulado sobre la superficie de su cuerpo “¿Nunca se arrepintió?” “Nunca”, y que con puntual sorpresa solían –para explicar los gustos y las intenciones estéticas de la muñeca salpicada– contar su historia recuperando las historias de otras mujeres: la de la cautiva Olive, aquella adolescente de la mandíbula tatuada en la Arizona de 1851; la de la contorsionista Maud Wagner (para algunxs la primera tatuadora norteamericana) y la de Mildred Hull, la bailarina exótica, la suicida de New York (un fracasado salto al vacío primero y un veneno certero después) que en los años cuarenta tuvo su propio emporio tattoo. Las cuatro muestran cuerpos nuevos, las cuatro logran que sus diseños, glosas lenguaraces, sean los que reciten sin forzar la voz la razón de sus contornos dejándose caer en un éxtasis de frívola prisa para que una criatura de terciopelo y llama, esas que se disuelven en un solo día, vuelva a dibujar sus pieles de broderie. En el palacio impreso, espacio en espiral impregnado en bruma de mapas, santos, pétalos, diamantes, águilas enormes y sombreros planos los ojos pintados acostumbrados a posar sobre la piel atril se miran en un espejo opuesto, en el de la mujeres de Les Krims, por ejemplo, aquellas mujeres que posan desnudas entre un fondo tan estampado como objetos posibles se puedan juntar en un rincón y muy cerca de otra mujer, la única del cuarteto que no está desnuda, esa que tiene un vestido a rayas blanco y negro.

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