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Viernes, 12 de junio de 2015
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La belleza de los márgenes

Mary Ellen Mark (1940-2015)

Por Marisa Avigliano
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Los surrealistas tuvieron especial debilidad por las fotos instantáneas de Eugène Arget, el fotógrafo nómade que cuando fotografiaba la París que desaparecía fotografiaba también la gestualidad milimétrica del objeto resignificado. Aquellas imágenes eran sinónimo de escritura automática y el documental desamparado de la calle que buscaban los artistas agitados. Con veracidad análoga y cuando la década del sesenta subía las pestañas Mary Ellen sumó la respiración de su lente a la misma cruzada y ganó batallas nuevas. Los ojos de la fotógrafa miraron lo que muchos otros no habían mirado nunca, una constelación de excluidos compuesta por niños fugitivos en ciudades “modelo” (la foto mítica se llama “Rat and Mike with A Gun”, Seattle, 1983), mujeres encerradas en cárceles psiquiátricas (estuvo en Oregon viviendo con ellas durante treinta y seis días) y prostitutas de la India. Las imágenes de Mary Ellen son aire puro en el encierro de un altillo porque sus espejos revelan lo emocional sin la pena de la lástima. Cientos de muestras y decenas de libros dan cuenta de un arte capaz de hacer que los ojos retratados se abran desde la oscuridad del deseo y sean siempre bellos, tan bellos como los ojos de un antílope. La vida en la calle que inspiró a otra fotógrafa icónica, Vivian Maier, la niñera de Chicago, también marcó el primer calendario de Mary Ellen. “La emoción inicial fue la idea de estar en una calle y doblar una esquina en busca de algo para ver. Eso ya era una sensación increíble, fue ahí cuando la fotografía se convirtió en mi obsesión (...) es buena la sensación de estar en la calle preguntándose: ¿Qué va a pasar ahora?”. Fue la gente en la calle, los encuentros sin cita previa los que detonaron los clicks de la fotógrafa humanista (como la bautizan los homenajes) y los que la hicieron rodar después por senderos de imágenes vírgenes –la trompa de un elefante es gargantilla en el cuello de un hombre, una familia (los Damm, en un refugio para desamparados en el sur de California en la década de 1980) posa desde su casa auto, una nena fuma adentro de una pileta de plástico en la que se baña su prima– que quizás había imaginado a los nueve años cargando su Box Brownie (una cámara Kodak) y que convivieron después con la cara de Marlon Brando en Apocalyse Now y la de Fellini durante el rodaje de Satyricon, dos de los retratos emblemáticos (hay muchos) de su repertorio luminoso. La fotodocumentalista norteamericana de los suburbios de Filadelfia, que recorrió el mundo y se quedó en Nueva York, posó joven como si fuera la prima linda pero no tanto de Natalie Wood y posó no tan joven con largas trenzas negras y cara apache. Los dos retratos juntos funden las razones de su trabajo casi infinito entre la caricia y el rictus arisco que las páginas de Life, The New Yorker, The New York Times Magazine, Vanity Fair y Rolling Stone mostraron durante décadas. Hospicios, moribundos, niños autistas y también caras descapuchadas del Ku-Klux-Klan son algunos de los álbumes que solía mirar como si fueran capítulos de un libro de recuerdos, “es un tiempo en la vida de ellos y en la mía”, decía mientras aseguraba que sabía poco sobre el mundo mecánico de la fotografía y volvía a elegir el rollo de película incluso cuando las cámaras digitales se convirtieron en norma. Sombreadas vulnerabilidades y lánguidas muertes de aires dulces la esperaban en el cuarto oscuro. Murió hace unos días, el 25 de mayo, en Manhattan.

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