Acá no hay suspenso: Mia madre es la nueva pelĂcula de Nanni Moretti y trata sobre la muerte de una madre, asĂ que unx imagina desde el principio con quĂ© puede llegar a encontrarse. No son pocas las pelĂculas que retratan los avatares de un duelo, ese que a veces empieza mucho antes de la muerte concreta, cuando el color y el grosor de las mejillas se empiezan a retirar de una cara querida y nos hacen ver que despuĂ©s de todo esa muerte abstracta y temida tan abstractamente se va a robar este cuerpo que amamos. Pero Ă©sta es una pelĂcula de Nanni Moretti –que perdiĂł a su mamá mientras filmaba la anterior, Habemus Papam– y unx espera mucho más. Más inteligencia, más profundidad, más coraje y delicadeza para decir esas cosas a las que la verborragia cotidiana vacĂa de sentido, con ese espĂritu entre escandalizado y enamorado de la vida que mostrĂł en sus primeras obras. Por eso la primera imagen de Mia madre en la que alguien pone crema humectante en las manos de una abuela, y las masajea como si se tratara de algo precioso, ya conmueve.
Es que el regista ya tiene más de sesenta años y ese espĂritu, que era el de la juventud, está transformado, convertido en algo que se parece a la sabidurĂa y más lento, más reflexivo (y ya no conduce la motoneta como en Caro diario, se la hace manejar a una chica que hace cĂrculos custodiada por sus padres, felices de verla avanzar). Por eso, como un ángel silencioso, Moretti no protagoniza Mia madre sino que se pone al lado de la protagonista, un hermano mayor que contempla sin juzgarlos los vaivenes sentimentales de Marguerita (Marguerita Buy) y hace que ella sea la directora de cine que está filmando una pelĂcula mientras se enfrenta o no –porque la negaciĂłn es su signo– con la posibilidad de la muerte de la madre. Marguerita es mandona y expeditiva, rayada como debe ser el propio Moretti cuando filma, despacha a los novios sin remordimientos, apenas escucha a los demás cuando le dicen que es difĂcil estar con ella, y tiene una energĂa guerrera, llena de convicciones, que vuelca al dirigir una pelĂcula sobre un conflicto entre obreros y patrones en una fábrica.
Esa pelĂcula, la que le va a servir a Moretti para decir y desdecir algunas cosas sobre el cine, tiene un aire anacrĂłnico con sus laburantes indignados atacando el auto del patrĂłn y gritando “Vergogna, vergogna!”, y es la fuente de toda la comedia que hay en Mia madre, a veces un poco urgida de divertir, un poco gruesa. Primero porque uno de sus protagonistas es interpretado por el actor norteamericano Barry Huggins, un chanta que no deja de contar una anĂ©cdota falsa sobre cĂłmo trabajĂł con Stanley Kubrick y tiene problemas para recordar los diálogos más elementales (ni hablar de que pronuncia el italiano como si lo estuviera serruchando). Y segundo, porque a medida que la mamá de Marguerita empeora en el hospital, ella se va sintiendo cada vez más incapaz de dirigir y mucho menos de dirigir una pelĂcula panfletaria, orgullosa, llena de convicciones que se gritan. La muerte desarma, y para Marguerita y el hermano ese proceso se da con distintos ritmos, pero inexorable. Moretti sabe que su cercanĂa hace entrar a todos los que están alrededor del moribundo en una especie de tĂşnel, un tiempo distinto donde las relaciones se reconfiguran, los grandes planteos emergen como islas a la superficie y el pasado regresa para visitar esa vida que termina, y Ă©stas son las cuestiones que va desgranando en su pelĂcula pero con lentitud, en voz baja. Quizá su mejor descripciĂłn del dolor, y el mejor homenaje que le rinde a su madre a travĂ©s de esta abuela ficcional, es esa nieta, la hija de Marguerita, que aprende latĂn de la abuela, a la que nadie explica nada porque los adultos siempre quieren “proteger”. Pero cuando el llamado telefĂłnico que anuncia la partida llega en medio de la noche se da vuelta en la cama, se tapa y llora silenciosamente.
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