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Viernes, 13 de abril de 2007
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Apología de la maternidad

Empeñado en enaltecer la feminidad en su expresión más alta, V. Lillo Catalán publicó en 1940 un opúsculo titulado La influencia de la mujer (editado por La Revista Americana, Buenos Aires), destinado a “distraer un rato a los lectores que se interesen en el feminismo”. Ya desde la introducción, este apasionado ensayista proclama: “El primer altar, el vientre de la mujer, de donde surge insospechada la vida. El primer dios: el hijo. Porque la pitonisa, la sibila, la vestal, la monja no son las que alimentan el fuego sagrado del espíritu que da la vida sino la Madre”. Luego de semejante ditirambo podría pensarse que está todo dicho respecto de este privilegio del sexo débil; pero no, el ensayo se extiende a lo largo de varios capítulos.

Ya en el apartado referido a “El problema feminista”, el señor Lillo Catalán sostiene que “la mujer ha sufrido en su psiquis, como el hombre, hondas y complejas influencias”, lo que la ha vuelto en los tiempos modernos un ser polifacético y complejo. Sin embargo, entre los que ignoran estos cambios, figuran los poetas: “Siguen creyendo estos vates de alargada melena, pálida cara y escurrido vientre, que la mujer es esa cosa indescifrable, inferior, catalogándola entre los objetos artísticos que el hombre necesita para su recreo”. El autor de La influencia... se muestra sumamente preocupado por esta necia ceguera de los bardos que “se limitan a grandes gestos de hierofantes”, sin interesarse por los últimos descubrimientos de la ciencia que han demostrado que la mujer no está por debajo del hombre, que sólo fisiológicamente tiene menos fuerzas. Por otra parte, estos poetas transnochados “no conocen las fábricas, sólo los cafés. Desertaron del hogar, viven en los prostíbulos o en los cabarets, se inyectan morfina, fuman opio y, naturalmente, concluyen que la mujer pierde su poesía al modernizarse”.

Lógicamente, esa peligrosa tendencia hacia una sensibilidad artificial “los lleva a criticar la exaltación que espíritus sanos y potentes han hecho de la madre”, sin darse cuenta los vates de que esa mujer que les brindó la vida es el único pilar que al cabo de los años se mantiene sobre sus bases eternas y reales. Así, “cuando cansado de ir de quimera en quimera, vuelve el hombre a esta primera afirmación, es como el niño que busca de nuevo el regazo materno, refugiándose en el tibio y amoroso seno para encontrar la protección que le negó un ingrato destino”.

Vayan pues estas endechas para conmover el corazón de todos aquellos que hoy en día intentan descalificar la figura materna, desconociendo que el amor que empieza en esta venerable mujer “va luego a la familia, de ésta pasa a la aldea, para luego extenderse a la humanidad”. Y el benemérito V. Lillo Catalán concluye este capítulo con una pregunta que lleva implícita la respuesta: “¿Cómo no exaltar a la madre por encima de todas las consideraciones mal llamadas estéticas, si ella es el sano sensualismo, la humanidad y la vida?”.

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