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Viernes, 21 de marzo de 2008
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Pequeñas grandes virtudes cotidianas

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En su aleccionador breviario Dolores y gozos de la vida conyugal (Ediciones Dinos S.L., San Sebastián, 1956) el doctor René Biot nos demuestra, como bien reza la solapa, que “la vida conyugal puede y debe ser fuente inagotable de felicidad y dones espirituales, señalándonos el camino a seguir para lograr estos nobilísimo fines, por muchos despreciados como vulgares y triviales”. En uno de los capítulos del breviario citado se nos recuerda que “no solamente las atenciones sino también las virtudes cotidianas aseguran el amor, su solidez en el hogar”. Por pequeñas que parezcan algunas de esas virtudes –el celo del bien del otro, la buena disposición para el trabajo que nos corresponde, el sentido del sacrificio– “no por ello dejan de tener una influencia considerable en el mantenimiento de la concordia y la alegría cotidianas”.

Según nos catequiza Biot, no hay que tener miedo de descender a los detalles de la vida terrenal si se desea que el trabajo ascético dé sus frutos, puesto que “de nada serviría lanzarse al asedio de las cimas de la vida mística si no se tuviese cuidado de poner orden en las tareas ordinarias”. Porque debemos tener muy presente que “la rutina de cada día no está tejida de actos heroicos, o más bien el heroísmo que exige está tramado de pequeñeces. Y a menudo han sido los obstáculos aparentemente poco importantes los que han hecho tropezar un amor que se anunciaba como sublime”.

No hace falta aclarar que la mujer –esposa, madre, ángel del hogar– es el eje y el soporte para mantener lo más elevada posible la calidad de vida familiar: “Cuántos maridos hubieran sido más atentos para con su mujer si ella hubiese encontrado el secreto de tener una casa bien puesta, de servir platos bien condimentados. Cuántos maridos habrían sido menos sensibles a los encantos de una intrigante si su esposa hubiese tenido el cuidado de conservar su atractivo, de tomarse el trabajo y el tiempo para adornar un poco su persona”. Vean ustedes cuán simple y accesible para todas es preservar la armonía conyugal, como nos advierte el buen doctor, con buenos platos y un cambio de batón por vestido recatado, un retoque en el pelo, una brizna de polvo de arroz rosado en el rostro, porque, a no confundirse, “observen señoras que no les hablo de barra de labios ni de barniz de uñas”.

Por supuesto que los buenos maridos han de tratar de evitar ciertas negligencias: “Esa barba sin afeitar durante dos días, ese desaliño que invade todos los medios sociales, incluso aquellos donde todavía se guardaba mayor corrección... Esos defectillos de todos los días, con la menudas irritaciones que se van acumulando, son a veces más difíciles de soportar que los grandes defectos”. Ahí es cuando aparece sin ser advertido el peligro grave, porque “¡ay!, también el amor se cansa y se fatiga y puede quedar a merced de una tormenta”. Apelemos pues a esas humildes virtudes como efectivos pararrayos.

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