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Viernes, 9 de abril de 2004
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Epifanía: manifestación, aparición.

La epifanía que sólo algunas almas privilegiadas (10 mil personas, en verdad, fueron pocas en comparación con todas las que hubieran deseado estar allí) pudieron vivir el lunes pasado en el Luna Park llevaba un poncho colorado como el pudor y la voz profunda que sólo una vida intensa puede regalar. Como buena aparición, Chavela cantó, recitó, escuchó y habló como lo había hecho cinco años atrás (aunque aquella vez en un teatro más pequeño, más acogedor, y menos permeable a las irrupciones, que no son lo mismo que diálogos), pero investida en este regreso con la gloria de sus 85 años y su nombramiento de chamana. Las epifanías pueden ser deslumbrantes, llegar sin avisar y desvanecerse con la misma inamovible urgencia de lo que es por única vez, pero –ay– a veces el baldazo de agua fría del final puede ser tan shockeante como un dolor profundo. A veces, digamos, puede ser demasiado brusco despertar porque aparece alguien en el escenario que no deja al público irse disfrutando bajito, llevándose en los oídos la dulzura desgarradora de una ronquera bien ganada.

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