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Viernes, 16 de abril de 2004
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El camino de los sueños

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Se ha puesto en marcha el dulce y prometedor traqueteo de las ilusiones. Las chicas danzan ya hacia su objetivo aleteando con toda la levedad que su peso pluma les permite, y los flashes de los fotógrafos más fashion están allí para recordarnos lo arduo que puede ser subir esos peldaños. No será saltando con las reglas de la rayuela que las esforzadas almitas
lograrán transitar la cruel distancia que separa al gris mundo plebeyo de los brillitos de cristal que emana la cajita en que se guardan las elegidas, pero sí hay algo que ellas tienen perfectamente claro: en la tierra están las comunes y en el cielo las estrellas rutilantes. Por eso, para apresurar y facilitar el trámite clasificatorio de la consagración (la “exótica”, la “clásica”, la “bomba”, y toda otra especificación que demande el mercado), la maquinaria se ha puesto en marcha: “El Scouting Dotto Models 2004 comenzó en las ruinas de San Ignacio, Misiones, con una conferencia de prensa, scouting y desfile”, nos informa una revista de actualidad femenina que comprende nuestras preocupaciones. Aún más: el concursito de marras –que “este año festeja su vigésimo aniversario”, por si alguien pensaba que el asunto había empezado en los ‘90– ha llegado a manejar a la perfección los códigos de la corrección política y ha convertido en pasión propia la no discriminación, porque deja que se inscriban “todas las chicas que tengan entre 14 (!) y 22 años, sin límite de altura” (!!). Allá fueron, entonces, las osadas aventureras, ciento por ciento dispuestas a cumplir con pruebas que harían ruborizar a Hércules por pelele (medidas de cintura, medidas de altura, exámenes de una minuciosidad digna de una cátedra de medicina) y que dieron por resultado la victoria de tres quinceañeras cuyas medidas acompañan, como marca de fábrica, a sus nombres. Todo sea por dar uno de los primeros pasos, que no por humilde deja de ser prometedor: ser un cuerpito (en rigurosa malla) más de los que escoltan, con fervor de chica plena de gratitud, a su Pigmalión, su mesías, su hacedor, el señor D., que –para no faltar a la verdad– cada día logra parecerse más (¿es eso posible?) a un gigoló en pleno proceso de envejecimiento.

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