¿Quién hubiera dicho, amables lectoras y lectores, que esa miniola de calor que tan gratamente nos habÃa sorprendido como un respiro pero que parecÃa dispuesta a quedarse por aquà iba a dejarnos de buenas a primeras sin las tradiciones de un invierno como Madre Naturaleza manda? Sufren los pulóveres, que no salen más que ocasionalmente de su hibernación con naftalina (o equivalentes más delicados), las remeras que pensábamos dejar para asomar a los primeros vientitos de primavera, las bufandas (a todas luces, las más fáciles de cargar cuando no terminamos de entender si el dÃa es frÃo o no), pero ante todo sufren... los que venden ropa de abrigo muy abrigada y apenas inaugurado julio ya se han puesto a liquidar. Esos kilos de plumas enfundadas en camperas dignas de pistas de ski, esos metros y metros de géneros resistentes al viento helado, las madejas de lanas cardadas que se ovillaron y desovillaron y tejieron y para terminar convertidas en bellos pulóveres, las colecciones de camisetas ingeniosas, las medias de fantasÃa... qué difÃcil. Qué difÃcil la tienen, en verdad, esos pobres fabricantes y vendedores: recién iniciada la temporada de invierno y ya tener que colgar las prendas estivales en las vidrieras, para regocijo de damas como una y caballeros como otro(s), que no pueden evitar hundir sus lindas manecitas en canastos y percheros, con alborozo consumista. Niñas necias que renegáis del invierno sin razón, sin ver sus bajas temperaturas son aquello que permitÃa tradiciones por el calentamiento global casi extintas. Digamos la verdad: el frÃo es la única excusa que tenÃamos para asomarnos (sin riesgo a ser acusadas de poco elegantes) plácidamente en un buen guiso, una sopa de antologÃa, un pastel horneado... Todas esas cosas se nos están yendo con este sorpresivo veranito, ¡rescátenlas!
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