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Viernes, 14 de mayo de 2004
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A mano alzada

El carnaval de las máscaras

(Cuando las imágenes del horror tornan evidente lo que en silencio ya se sabía)

Por María Moreno
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Con la sonrisa de una campesina lozana, de esas que salen por una puertita en las casitas tirolesas que predicen el tiempo en la iconografía kitsch, una muchacha posaba con los brazos extendidos en un gesto abarcador como el que se sostiene ante un peluche demasiado grande. A sus espaldas, un hombre con músculos de He-man sostenía ese tipo de sonrisa que se expande en el rostro del cazador cuando obtiene un trofeo de caza sustancioso. Al abrazarlo y apoyarse en él, la chica parece formar parte del trofeo: una pila de cuerpos de prisioneros iraquíes del penal de Abu Ghraib. La foto, la primera en el marketing de los medios, testimoniaba la presencia femenina entre los soldados de los ejércitos de EE.UU. y Gran Bretaña hoy sometidos a juicio por atentados a los derechos humanos en Irak. La oficial militar Sabrina Haram y la soldado Lynndie England aparecieron ante los ojos del mundo como las dóminas ominosas que hoy intentan ampararse en la obediencia debida. Y se convirtieron en el detalle de color de imágenes que parecían una cita jactanciosa de las pilas humanas Auschwitz pero en carne viva.
Elisabeth Badinter tiene razón cuando le reprocha a cierto sector del feminismo el no haber prestado suficiente atención a la violencia de las mujeres y haber dejado la sospecha de que habría en ellas, en la cultura maternal a la que fueron sometidas más allá de la naturaleza, una huella que les daría una disposición al pacifismo. La letanía de las cifras de las mujeres golpeadas, violadas y asesinadas en el hogar conyugal, en la calle o en la ciudad donde los vencedores las buscan para firmar violándolas el acta de su triunfo y la humillación de los vencidos, no puede ser la respuesta a las imágenes violentas de Sabrina Haram y Lynndie England. Ni la lógica del número –las mujeres son minoría entre los victimarios– ni las explicaciones indulgentes que describen los excesos de los débiles como propios de una integración siempre difícil alcanzan para un crítica radical. Aun en posición subordinada, Sabrina Haram y Lynndie adhieren como sujetos activos y responsables a los valores que fueron a defender a Irak y se comprometieron con sus acciones permaneciendo capaces de discernir sobre las órdenes que acataban. Pero cada vez que se señala la presencia de mujeres en un acto enjuiciable es preciso recordar el artículo de Roland Barthes “Estructura del suceso” donde se afirmaba que la noticia siempre suele dividirse en dos: “Lo simple no es notable, sea cual fuere la densidad del contenido, su sorpresa, su horror o su pobreza, el suceso sólo empieza allí donde la información se desdobla”. Cuando se informó sobre las honras fúnebres de los masacrados en Atocha un diario tituló “Llanto real” recubriendo con una curiosidad –los soberanos y poderosos no están exentos de la pena del común de los mortales– la dimensión política de la tragedia. El señalamiento sobre la presencia de mujeres en el penal de Abu Ghraibin fligiendo tormentos privilegia el género, desplazando la atención del terrorismo de los ocupadores al hecho de que también las mujeres son culpables, lo que invita a interpretar por la vía del horror una supuesta igualdad alcanzada que encima se desequilibraría invirtiendo el lugar de las víctimas del patriarcado en victimarias de una ocupación totalitaria. Son publicidades a medias subliminales del mito reaccionario que atribuye una mayor crueldad a las mujeres y la argumenta en su menor grado de civilización pero es la visibilidad de sus actos violentos la que hace que se mire a éstos con lente de aumento, sueño viril donde todavía mora la sombra de la madre mortífera y omnipotente que puede decidir sobre la vida y la muerte. Además cabe señalar que como objetos privilegiados de las tomas fotográficas Sabrina Haram y Lynndie England tal vez hayan creído certificar sus acciones patrióticas pero simplemente han sido sometidas a las poses del porno duro y su retórica S/M.
Queda por preguntarse ¿es necesario ver para saber? ¿No es que a veces ver hace desviar la mirada y ocultarse a sí mismo lo insoportable? ¿Fueron esclarecedoras las fotos, de las que aún se ocultan –dicen– las peores?
Para el psicoanálisis hay un no saber que no es la ignorancia sino algo que se sabe en otro lugar que la conciencia y que, en determinadas condiciones, puede emerger a la superficie de ésta bajo la forma de lo imprevisible. Los que pasan por los divanes lo saben: este saber no se obtiene a través del estudio ni hay maestro que le ponga puntaje. Por eso, cuando durante los primeros años de la democracia se decía que toda la población había sido cómplice del genocidio se pensaba en la negación de un modo simplista: algo se sabía y se ocultaba mediante el silencio. Pero la negación no permite la decisión. Los silencios para uno mismo pudieron registrarse aun en las Madres de Plaza de Mayo cuando su consigna de “aparición con vida” estaba más cerca de una demanda real y no de una consigna política, en los que sabían que los desaparecidos estaban muertos, pero al encontrar las pruebas recién podían dar lugar al duelo, en los sobrevivientes que recuerdan la incredulidad a medias con que recibían las noticias filtradas entre ellos en los campos de concentración sobre la existencia de los vuelos de la muerte. Si las fotos de soldados torturadores en Irak impidieron la negación o el goce voyeur fue porque hubo un saber que no se sabía que se sabía y pudo salir a luz. Detrás de la prensa culpable, de las armas futuristas imaginarias y la demonización del enemigo y su deshumanización, Bush no podía estar vigilando su política de derechos humanos. Las fotos de soldados sometiendo a tormentos a prisioneros iraquíes –aun las tomadas como testimonio jactancioso–, al revelar el horror en carácter de evidencia, unen imagen y justicia y, al reemplazar el disparo mortal por el de la cámara, destituyen a quien se entronizara en el príncipe del Bien, el presidente mentiroso. Las imágenes de hombres violados con lámparas y palos de escobas, quemados por líquido fosfórico, desaparecidos tras haber sido inyectados por fórmulas letales, obligados al suicidio por la condición de parias que han adquirido ante su propia cultura, hacen que el mundo le baje el pulgar en 19 puntos de crédito. El Bien y el Mal vuelven por ahora con la cola entre las piernas a la iconografía medieval y al carnaval con máscaras.

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