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Viernes, 18 de febrero de 2005
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A mano alzada

Facundo

(una –caprichosa– lectura de los cuerpos argentos y sus fundaciones mitológicas)

Por María Moreno
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¡Sombra terrible de Facundo, van a desenterrarte! Hay hombres que quieren reivindicar al hombre por sobre el hombre convertido en libro, como otros reivindicaron –al enterrar la calavera del cacique Mariano Rosas– al gran estadista de la Pampa y no al personaje de Una excursión a los indios ranqueles. Hay veces en que la no-ficción se llama historia. A 140 años de la muerte de Facundo Quiroga, se ha encontrado su cadáver emparedado en la bóveda de sus descendientes. La Rioja reclama el cuerpo que en Recoleta no formaba parte del itinerario por tumbas ilustres y, siempre se dijo, está de pie. ¿Enterrar a alguien parado es una forma de decir? ¿Quiere decir que el féretro está en posición vertical? Entonces, tras el sentido voluntario de sugerir que el muerto no se doblega ni muerto, hay otros más ambiguos: dejar de a pie a un hombre ecuestre, someterlo a la ley de gravedad que lo pondría de rodillas –menos mal que existe el rigor mortis–, emparedarlo como al gato negro de Poe, equivale a torturarlo, poniéndolo en la misma serie con el General sin manos y Evita sin dedo. No hay cuerpo argentino esencial, pero hay cuerpos sustraídos a su descanso final.

Evita en su pasado de cadáver nómade, El Che, Rosas, y sus correlatos de rapto, ocultamiento e inscripción fuera del territorio nacional, harían a un estilo. Los NN, identificados, vuelven como testigos a través de sus huellas. Nuestra literatura es renuante al cuerpo erótico y a la escatología festiva. Ni rey Salomón ni Rabelais. Como metáfora –un organismo enfermo que infecta ora un otro interior, el indio, ora uno exterior, el inmigrante-, recorre los textos del positivimo ochentista, fundantes de una versión duradera del ser nacional. La víscera –corazón o pelotas– llena la retórica del vitalismo populista, heredero del que Papá Hemingway invertía en la caza mayor y los camaradas de Whitman en los baños públicos. Eso sí, una zona erógena insiste: el esfínter, desde el que, en El matadero de Echeverría, aloja, entre lágrimas, la verga federal hasta el axioma de Osvaldo Lamborghini “paciencia, culo y terror”, al parecer idóneo para una heráldica propia. No hay cuerpo que se adore, festeje con simpleza y liviandad ni en el neobarroco heredero de la fiesta rubendariana (a excepción de los sobacos de la china que espía el narrador de Viaje al país de los matreros de Fray Mocho). Una hipótesis: bajo la forma de “animal con dos cabezas” en el encuentro entre Ema Zunz y el marinero, La Maga y Olivera, que Borges y Cortázar ofrecen al lector, se podría sugerir que la historia del Cuerpo Argentino no se diferenciaría de una Historia del Asco.

En todos las novelas de la generación del ochenta, desde Sin rumbo de Eugenio Cambaceres hasta La gran aldea de Lucío V López, hay un niño que muere. Pero antes, en Una excursión a los indios ranqueles, un cautivito es sacrificado para hacer compañía en una tumba; en El matadero, la fiesta de sangre se carga a un niño. Facundo Quiroga, de la pluma de Sarmiento, no muere solo, y entre los que lo acompañan en el degüello hay un postillón. Y así siguiendo hasta el Rocamaudur de Rayuela. Hugo Vezzetti hace una magnífica interpretación: esas muertes no son registros sociológicos sino el fracaso de un fantasma: el de alumbrar un ser nacional, fruto de la Pampa virgen y un ego extranjero. Ese es el niño muerto. (Se recomienda a los jóvenes novelistas argentinos, deseosos de gloria, que hagan morir un niño de ficción.) Como si esto fuera poco, está también el cuerpo fantasma del Niño no Nacido, cuerpo que apareció representado en el cierre de los juegos olímpicos de Barcelona de 1992 por un muñeco de espuma plástica blanca de dos metros de altura, accionado por un bailarín que bailó en el estadio de Montjuic agitando un amago de cola donde se insertaban los cinco anillos olímpicos, lo cual demuestra que la defensa de los nonatos es perfectamente compatible con la exigencia de que éstos no sustraigan sus cuerpos virtuales al mercado, al menos en su condición de mascotas conservadoras.

A la poeta Juanita Bignozzi le gusta la solfa revisionista y le gusta injuriar con la gracia con que Ignacio B. Anzóategui atribuía a José Mármol la tradición de escribir versos en lugares de uso privado, como los meaderos y los calabozos, o bien cuando decía que Sarmiento había importado dos plagas: los italianos y los gorriones .

–El otro día iba caminando y dije “voy a dar una vuelta por Barrio Norte”. Entonces vi una casona donde decía Asociación Rosista o algo así, y me llamaron la atención unos señores muy bien vestidos y un pizarrón con los versos de Mármol: “Ni el polvo de tus huesos la América tendrá”. Y al lado escrito “¡ja,ja,ja!” Porque se cumplían 14 años de la repatriación de los restos. Y eso a mí ya me reconforta. Me horroriza menos la violencia de los mazorqueros que las violencias del progreso, del poder y del establishment –suele contar.

La crítica literaria Cristina Iglesia se hizo llevar en auto a Barranca Yaco y exigió que el chofer pasara varias veces por el lugar donde fue interceptada la galera de Facundo. Quería ver la escena con los mismos ojos de éste, cuando iba al muere. Nada estaba igual pero nadie podía demostrarlo y ¿quien le quitaba la emoción?

David Viñas dice que hay una “política capilar”. Hace años, Facundo fue citado por Menem a través de la melena. ¿Tendrá La Rioja el polvo de sus huesos?

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