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Viernes, 15 de abril de 2005
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(Sobre los reinos de este mundo y su glamour transmitido en directo.)

Púrpura shocking

Por María Moreno
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Antes de que hubiera Barbies con todos los oficios terrestres y castings para prepúberes capaces de imitar los gestos de un putón patrio, todas queríamos ser reinas como en el zonzo poema de Gabriela Mistral. Aun la policía de la familia, bajo la forma de la psicología, no había encarado el peritaje que declarara perversos a los padres de Pulgarcito ni procesado por homicidio agravado por vínculo a la madrastra de Blancanieves. Entonces las niñas íbamos a buscar los fastos de la feminidad en el baúl de los trapajos y en los despojos de cotillón del último cumpleaños. Una corona de cartón ceñida por una gomita y un vestido de bodas vencido por los kilos de una parienta solían constituir el vestuario de las coronaciones de comedor de diario adonde nadie quería hacer de príncipe, no por falta de identificaciones masculinas sino por lo deslucido del traje viril. En la protosociedad mediática, al patrón del cuento de hadas de cuño oral se le sumaba, en dosis naturalistas, las lejanas referencias de la reina Soraya repudiada por estéril y a la que una cirugía capilar había despojado de una frente demasiado oriental. Pero la preferida era la princesa Grace que había pasado de la pantalla gigante a un reino de casa de muñecas con status de paraíso fiscal y cuyo corazón era una dramática ruleta, aunque Rainiero se pareciera más a un pediatra latino que a los Hamlet acaramelados y ecuestres de los cuentos de hadas. Dueña de una colección de Barbies que alguna vez expuso en el Museo Nacional de Mónaco, Grace fue ella misma una Barbie versión puritana, cuyo cuello, de largo sólo comparable al de Audry Hepburn, desplazaba eufemísticamente la atención de sus caderas y sus pechos que jamás material plástico alguno representó. Entonces no se sabía que era una fanática de Joyce, no tanto en lectura como en el protocolo del Bloomsday que estilizaba a su modo, reduciendo el grosor de las tajadas de tocino y el picante del repollo en el festejo ritual. Tampoco se sabía que su reino era perfectamente homologable a un casino en donde el palacio de la Opera ocupaba el lugar de una guardería en un shopping y la policía solía dejar a los suicidas por juego del otro lado de la calle Beausoleil, territorio francés. Los romances plebeyos de las princesas Carolina y Stephania daban consistencia carnal a un reino de este mundo, en contraste con esa soberanía soltera ejercida por un hombre viejo en aburridos colores amarillo y blanco que destilaba el Vaticano. La muerte de Rainiero y de Juan Pablo ll en la misma semana sumaron al análisis político un residuo laico de fantasías personales y representaciones a lo Gustave Doré. Crisis en el culto a la personalidad y no corte histórico, ópera global y no fin de un poder político, la muerte de Juan Pablo ll multiplicó al infinito la excitación que lograra la elección, en 236, del papa Fabián, realizada por suffragium, aullido popular masivo despertado por un módico milagro: una paloma se posó sobre el hombro del candidato. Con la muerte de Rainiero languidece la nostalgia del cuento de hadas actualizado por el contacto con la farándula y el dinero producto del azar. Las dos muertes merecieron 100 páginas cada una de ¡Hola!, tras el detalle ilustrado del encarnizamiento terapéutico final que, al menos Rainiero, le ahorró a la princesa Grace, cuando en 1982, a raíz de un accidente de automóvil, se ledictaminó muerte cerebral. El príncipe monegasco deja una fortuna de 1500 millones de euros, un palacio de 220 habitaciones, otros dos, todos con sus muebles, cristales y marquetería; una basta colección de cuadros, incluido el literal Puerto de Mónaco de Manet, joyas de prosapia y modernas, más la colección de Barbies perteneciente a Grace Kelly. Juan Pablo ll deja una versión del gatopardismo: que nada cambie para que todo siga igual. La fumata blanca no significará la de ninguna pipa de la paz a fumar con las mujeres, ya que el sucesor seguirá, probablemente, combinando loas a las dos Teresas –la de Jesús y la de Calcuta– con la prohibición de ejercer el sacerdocio y los derechos reproductivos. Y esa Carolina enlutada que, mientras su propio padre agonizaba y su último marido, Ernesto de Hannover, estaba internado a causa de una pancreatitis, corría a honrar al Papa muerto, en una ceremonia del reino, era un símbolo de la puesta en vereda. Después de todo, había que agradecer el hecho de que en 1992, luego de duras tramitaciones, la Iglesia le concediera la anulación del matrimonio con Philippe Junot, permitiendo entrar en la legitimidad a sus hijos con Stafano Cassiraghi –muerto en un accidente de off shore para hurra de ¡Hola!–. Huérfana, viuda y al borde de una nueva viudez, parecía encarnar el fantasma reaccionario de que toda disipación se paga en vida. Ya no más tenistas y play boys, como para Stephania, no más guardaespaldas, equilibristas y domadores de circo. Hay quienes valoran en Juan Pablo ll una fuerza ética enarbolada contra el materialismo descarnado del capitalismo y hasta alguna transgresión como la de oponerse a la tradición vaticana de apoyar la pena de muerte. Quizás son los mismos que interpretan, en los tres millones de peregrinos llegados a Roma, el anuncio de una revolución espiritual. Pero ¿quién podría perderse, a bajo precio y con la eficaz mediación de una agencia de viajes, el espectáculo más lujoso de todos los tiempos? El siete de abril, en Nôtre Dame, la misa habitual fue suspendida por la transmisión vía satélite de las fabulosas exequias que se proyectaban en dos pantallas, una colocada frente al altar mayor y otra en la calle, tras las rejas, mientras la bandera a media asta de todos los edificios oficiales de París reflejaban el luto nacional de un país que, en su momento, enarboló el orgullo laico para desterrar de las escuelas el velo y la quipá. En la multitud no había rezos y llanto sino curiosidad y gaseosas. Más espectación por la próxima entrega de Centro Televisivo Vaticano: dejadas de lado las princesas de Mónaco, opacamente veladas de negro, el desfile de los obispos desde el Aula de las Bendiciones a la Capilla Sixtina, cantando la Letanía de los santos, en vestuario púrpura shocking.

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