Domingo, primer dÃa del año. Me levanté esa tarde transpirando alcohol. En el bar de mi amiga la cubana, donde habÃamos recibido el año y me habÃa quedado a dormir vencida, estaba sola. Me daba igual. Para mà era un domingo más. El calor no me dejaba seguir acostada, eran nada más que las tres de la tarde. Un espanto. Me cambié, me pinté, destapé una cerveza para vencer la resaca, me la tomé. Agarré la cartera y salà a la calle. Un horrible sol acertó un disparo mortal en mis pupilas; sentà reflejos vampÃricos, pero seguÃ. Me tenÃa que volver a la casa de mis viejos en Moreno, donde estoy viviendo.
Caminé por Humberto Primo hasta la 9 de Julio, esperé el 98 al rayo del sol. No habÃa mucha gente en la calle y menos en el colectivo. Mi fobia lo agradeció. Cuando Ãbamos a doblar por Avenida de Mayo, vi el Obelisco que seguÃa en su lugar y me reconfortó: es un honor para mà ser hija de esa ciudad donde el sÃmbolo mayor es un gran falo recto y blanco. No pensé ni miré nada más.
Llegamos a Once, me bajé, abrà la cartera y prendà un cigarrillo. Parada en el semáforo en rojo sobre la avenida Pueyrredón, enfrente de la plaza, vi un cartel:
LÃnea 108
Ninguna persona indigente en la ciudad.
Ningún chico condenado a la pobreza.
Me dio gracia. Pensé que era una nueva pelÃcula de ciencia ficción que se estaba estrenando. Fui hasta el santuario de Cromañón a visitar una amiga que no está hace un año, Pato. Era la primera vez que iba. Antes me habÃa resistido y ese dÃa decidà que era el mejor momento. Cuando volvÃa a tomarme el tren, vi un chico que conocÃa de hace mucho tiempo y lo noté cadavéricamente flaco, me saludó con un tono amargado; al lado de él, otro chico más alto que también conocÃa de hacÃa años, aunque nunca habÃamos hablado. Era de esos chicos hermosos que todas querÃamos pasarnos. Estaba en iguales condiciones de delgadez, habÃa sido hermoso; ahora era la sombra de aquel codiciado macho. Cuando me quise dar cuenta, llegó una prostituta brasileña negra: hablaba hasta por los codos con un tono mezcla de Tita Merello y Garota de Ipanema contando con lujos de detalles sus aventuras callejeras; estaba embarazada de siete meses. Y asà escuché sus historias: el viejo epiléptico de la convulsión que temblaba y escupÃa baba, el que tuvo un paro porque se habÃa pasado de viagra...
En lo mejor de sus relatos alguien saludó y canté bingo. Otra puta de edad indefinida (porque estaba arruinada) llegó con una minifalda de raso roja, una blusita de gasa negra y ningún diente colgando. La negra se reÃa de todo y la cargaba hablando babosamente de su hijo de 16 años. La de mini roja me terminó contando que su hijo era deficiente mental y que la negra, en una visita a su casa, lo habÃa molestado haciéndole un streap tease: intentaba desvirgarlo. El chico nunca quiso saber nada y contaban que cada vez que la veÃa era como si viera al diablo. Las miré, miré a los chicos flacos con sus cuerpos al sol como si fueran galgos resignados, me miré a mÃ, a los gatos; me despedÃ, quedamos en volver a vernos en la plaza en algún momento para tomar algo. Salà caminando y me sentà menos rara de lo que habÃan querido hacerme creer tantos.
Volvà a cruzarme con aquel cartel:
LÃnea 108
Ninguna persona indigente en la ciudad.
Ningún chico condenado a la pobreza.
Y esta vez pensé: cuánta gente que, por lo visto, no sabe leer y nunca pero nunca va a poder llamarlos. Entendà que habÃa demasiados cromañones que mataban dÃa a dÃa pero de una forma más disimulada, y que quizá no los tenÃamos en cuenta porque el brillo del fuego no nos llamaba la atención para nada. SÃ. Seguro que era asÃ. En mi cabeza, le mandé un beso enorme a mi amiga Pato.
Fue un buen principio de año.
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