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Viernes, 30 de diciembre de 2005
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De banalidades y falsos equilibrios

Por Marta Dillon

Ha sido un diciembre piadoso, al menos refresca por las noches. Una banalidad que cambia radicalmente la vida. Una banalidad que no se escapa de la ristra de lugares comunes que se suceden en estos días en que la calle parece un caldo de violencia bien regada de alcohol. Nunca como en diciembre sucede que de auto a auto alguien intente embocar lo que ya no puede retener en el estómago. Ni que cada dos o tres cuadras sólo porque hay dos mujeres en un auto, los primeros dos hombres que pasan se sientan en la obligación de intentar levantarlas. Es época de fiestas, no hay taxis, no hay lugares para estacionar, ni tampoco restoranes donde no se encuentren oficinistas de cualquier tipo brindando como si hubieran abierto el corralito. Qué amarga, y qué obvia, renegar de las fiestas es un lugar común como cualquier otro y sin embargo... Perder la cabeza, al menos dejarla ahogarse en sustancias que ponen a flotar lo que habitualmente actúa de plomada es justo y necesario. El tema es que todos y todas tengamos que hacerlo a la misma vez. Cuando era adolescente y desafíabamos en grupo de amigos las leyes de la conciencia teníamos una regla de oro, uno tenía que quedarse lúcido para cuidar al resto. ¿No se podría en un alarde de madurez escalonar las fiestas para que no todos salgamos cual caballos desbocados a mandar felicidades por compromiso? Un ordenamiento cualquiera, según la letra del apellido, por ejemplo.

Ay, la banalidad diseña sus planes para estas fechas y escaparse es como vencer la gravedad de un agujero negro. Casi imposible. Aun cuando hoy mismo estén marchando los que marchen porque se cumplió un año desde las muertes en Cromañón, lo que hace doce meses parecía ineludible hoy da mil excusas para encontrar un lugar en el margen desde donde mirar la marcha. Y no es que sea necesario estar en el centro. Pero es incómodo no saber dónde pararse. No saber cómo contestar al imperativo que busca un culpable para que sufra una pena acorde a lo ocurrido. Pena, pena de sufrir, pena de padecer, pena correlativa a la que se siente en las mesas vacías de guarradas adolescentes que los adultos escuchamos como atisbando un mundo nuevo. Así, parece, se recuperaría el equilibrio. Que sufra lo que sufrimos nosotros. Pero el equilibrio no se recupera y la ley del Talión es una cadena que nunca termina de cobrar venganza.

El peso de la tragedia tiene pies de hormigón por la imposibilidad de explicarla, porque su sino lleva a quien la transita por una única huella. A algunas, incluso, cuesta llamarlas tragedia porque una vez sucedidas resulta increíble que no se hayan evitado. Es algo a lo que asistimos a diario: mortalidad infantil por desnutrición, mujeres muertas por abortos clandestinos, estúpidos –y masivos– accidentes de tránsito, una muerte cada 48 horas a manos de uniformados, los presos quemados en las cárceles. Alguien tiene que hacerse responsable. ¿Alguien tiene que pagar?

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