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Viernes, 27 de abril de 2007
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Otoño

Por Marta Dillon

Hay un video que en la web la muestra sonriendo, sacudiendo su melena lacia, abriendo mucho la boca como si el ansia por devorarse la vida pudiera caber en una risa, en una noche de fiesta, en un gesto. Está viva. En esta semana un cuerpo apareció en un canal de riego, ahí en Río Negro, tan lejos y tan cerca de su Fernández Oro natal, donde vivió hasta los 16 años y de donde desapareció sin dejar un solo rastro. Al menos un rastro que se pudiera seguir, si nos guiamos por lo que quienes debían investigar su desaparición dijeron en su momento: que se había ido por su cuenta, que no había indicios para presumir un crimen, que ya iba a volver. El cuerpo que apareció en el canal de riego podría ser el de Otoño. Tiene una campera con vivos fluorescentes, como las que usan las adolescentes, y una cadenita para celular con un muñequito colgante. Eso no se lo llevó el agua que cubrió ese cuerpo durante un tiempo que todavía los forenses no especificaron, como tampoco aseguraron que ese cuerpo es de Otoño. Un nombre romántico y melancólico, un nombre de esta época en que se puede llamar a los hijos y a las hijas sin formalismos. El nombre de una nena de 16 a la que se puede imaginar cantando frente al espejo, imitando a sus ídolos, muriéndose de risa por cualquier cosa, al menos cualquier cosa para los adultos que perdimos la capacidad de entender de qué se ríen. Otoño, dicen, quería ser modelo. Tal vez se veía linda como era, como se la ve en el video, como podría haber sido si la hubieran dejado crecer. Como esa niña de Catamarca que a los 15 y por haberse presentado a algún casting de esos que recolectan monedas a cambio de ilusiones o de vanidad de adolescentes se ganó el mote de modelo cuando los medios hablaron de su desaparición primero y homicidio después. Modelo. Otoño jugaba al jockey, tenía amigos y amigas, vivía en un pueblo de la Patagonia donde, parece, nunca pasa nada hasta que se revisa debajo de las supuestas buenas costumbres y la violencia aparece amparada por la distancia, los largos silencios, la costumbre de que las cosas sean siempre igual. Siempre igual. Siempre hubo en la patagonia, dicen, más varones que mujeres y entonces era lógico que haya “casitas” –como se las llama en Comodoro Rivadavia– en donde esos hombres ejercen su sexualidad como si descargaran, perdiéndose también ellos saber algo más de sí mismos, algo que puede contar otro u otra porque en otros ojos es posible verse como no muestra el espejo. Siempre, la policía hizo y hace sus pasaditas por las “casitas”, los “cabarets”, las “whiskerías”, en la Patagonia o en el centro del país, en el norte o en el Gran Buenos Aires; y en esas pasaditas hicieron la vista gorda, gozaron de los favores que da el uniforme, se codearon entre ellos, hicieron gala de cierto código que las niñas, es cierto, tampoco entienden del todo, aunque lo presumen y aunque a veces se esponjen por esos codazos masculinos porque saben que les están dedicando su deseo. Siempre fue así. Si no fuera así, dicen algunos, muchos, demasiados, si no hubiera “casas de visita” habría más violaciones. Como si lo que sucede dentro de esas casas no se pareciera a las violaciones, a la violencia, sin duda, al desprecio, seguro. No hay datos, dicen, para decir que Otoño hubiera estado, como sí hay pruebas en cientos de casos –sí, cientos– de chicas desaparecidas, en alguna red de explotación sexual. No hay pruebas. Pero su crimen, si ése es el cuerpo de ella, como dicen la mayoría de los indicios, es un crimen de género. Un crimen que se comete contra una mujer por motivos que están relacionados con su condición de mujer. Porque quisieron apropiarse de su sexo o de su sexualidad, porque no era tan de otro como el otro pensaba, porque hay en el cuerpo un mensaje que no es sólo para quien ha muerto sino también para quienes las sobreviven, para todas. En México, en Honduras, en Guatemala, allí el femicidio se forjó como palabra y como significado. Por acumulación, reiteración, porque hubo quienes lo denunciaron, porque hubo quienes investigaron y necesitaban una palabra adecuada para describir los cuerpos rotos, el ensañamiento con los genitales, lo que se escribe en el cuerpo. Acá todavía no la usamos para los crímenes que se cometen en nuestro territorio. Cuesta incluso buscar a las chicas que faltan porque todavía parece más fácil pensar que faltan porque quieren y no porque alguien las hizo desaparecer. Ni siquiera se las llama desaparecidas. En la causa de Otoño, la carátula se modificó una semana antes de que se hallara su cuerpo, justo cuando se conocieron escuchas telefónicas que mostraban la complicidad entre policías en actividad con proxenetas que querían “fichar” menores. Recién entonces se habló de desaparición forzada. ¿Hace falta decir que fue demasiado tarde?

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