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Viernes, 3 de agosto de 2007
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Muertes anonimas

Por Marta Dillon

–¿Vos qué crees que soy?

–¿Qué? ¿O quién? –La verdad es que no dije una palabra, pero esa pregunta de rebote apareció en mi cabeza, supongo, para evitar una respuesta. O para tener tiempo de inventar una falsa respuesta que diera cuenta que ella, o él, mejor, era alguien, una persona... Así es la corrección política, a veces un simple trabalenguas; inútil para nombrar una experiencia.

¿Ella o él? Estábamos en la cárcel de mujeres de Ezeiza, sentadas en el patio, tomando mate y mirando de reojo la puerta del baño para cuidar a quienes ahí compartían alguna cosa no lícita. Ella estaba presa, cuando la nombraban las guardias lo hacían por el apellido. Para sus compañeras era el Tano. El hubiera muerto de vergüenza si a través de la remera se le hubiera visto un centímetro del bretel de su corpiño.

–Sí, está bien, soy lesbiana porque me gustan las mujeres. ¡Pero no soy lesbiana, loco! Yo me siento... no sé... un travesti.

El Tano necesitaba nombrarse, decir de él; no explicar. No era capaz de usar el relato clásico del hombre encerrado en un cuerpo de mujer. Sencillamente porque su cuerpo tampoco era completamente el cuerpo de una mujer sino un cuerpo con una identidad propia que él forzaba como quien acuña un nombre en una piedra sin más herramientas que las propias manos.

En la cárcel era fácil, ella era un “chongo” y ahí la contradicción entre el género del pronombre y del sustantivo no hacía ruido. Sencillamente era así. Un chongo, una chica que en la cárcel actúa, se viste y se arregla como un varón. La mayor parte de las veces una identidad en tránsito, para actuar durante el tiempo del encierro y gozar de los privilegios de la jerarquía de género. Los chongos no lavan los platos ni la ropa, a veces cocinan, fajinan menos que las chicas. En la cárcel era fácil nombrarse y sin embargo al Tano le resultaba insuficiente. Si no, no se hubiera quejado por esas pibitas “que se arruinan y después andan en la calle con el bombo”. De alguna manera, para ella actuar como chongo sin ser eso que ella quería nombrar y no podía era “arruinarse”.

De todos modos, siempre volvía. No sabía vivir afuera. Afuera la violencia era peor que adentro. Afuera la habían echado de su casa por ser quien era, afuera le pegaban como a un varón o peor, de bronca nada más porque la habían creído un varón. Si para las travestis la calle, la prostitución es el primer escenario de “realización” –agregar las comillas necesarias, pero lo cierto es que dentro de ese ámbito hay quien las mira con deseo una vez que ellas se convirtieron en mariposas–; para los travestis parecen quedar pocos lugares más que la cárcel. Como en un juego de género invertido, las travestis afuera, los travestis adentro, bien adentro, donde nadie los vea. ¿Será de verdad un juego de género invertido?

El Tano murió adentro. O afuera, sucede que afuera eran apenas unos días como para tomar aire y alguna cerveza.

Ahora ya no es el Tano. Ahora su nombre en femenino habrá inscripto su cuerpo en alguna ficha de cementerio. Para quienes la mencionaban por su apellido y se reían de que volviera una y otra vez, la muerte del Tano era una muerte anunciada. Hay quienes escriben su propia profecía.

Cualquiera que entra

A una cárcel por alguno de sus carriles habituales –visitas o internas/os– entiende a la primera vez que salir no será fácil. No se trata sólo de la condena, del sistema judicial, de la posibilidad de pagar un abogado/a. Es una cuestión fáctica: delante de cada reja –de cada puerta– hay que esperar a quien tiene la llave. Quien tiene la llave siempre se demora un poco más de lo que a simple vista pareciera necesario. Incluso da la sensación de que escuchan menos de lo que podrían. Es una ecuación sencilla: más puertas no es sólo más distancia de la puerta, también es más tiempo. Tiempo y espacio son un pegoteo sin dimensiones propias, confundidas.

Pero las visitas salimos, tarde o temprano, salimos. Las internas se quedan. Y en muchos casos, los hijos de esas internas también se quedan para estar con sus mamás. Para estar con sus mamás los chicos aprenden a no llorar fuera de horario, a no quejarse, a pararse frente a las puertas para esperar que alguien las abra, a hacerse chiquitos en el costado de la cama de mamá para aprovechar ese rato de intimidad siempre invadida por otras internas, por guardias, por los ruidos, por la convivencia obligada dentro de un lugar sin salida. Y las mamás también aprenden a callarse, porque rebelarse suele tener castigo y el castigo es doble cuando cae también sobre los hijos, o las hijas.

Tal vez Yoel, el bebé que murió de bronquiolitis a los seis meses en la cárcel de mujeres de Los Hornos, no lloró lo suficientemente fuerte. Clara, una amiga que estuvo presa nueve años, me contó que nunca escuchó un berrinche de parte de los chicos que viven encarcelados con sus madres.

O tal vez sí lloró pero qué importa, si cuando se grita adentro los únicos cristales que se rompen son los de las propias ilusiones.

Muerte súbita, dijeron. Cuatro muertes de bebés desde que empezó el año dentro de la cárcel de Los Hornos.

Para quienes denunciaron las condiciones de vida de las mujeres presas con sus hijos en ese penal, la muerte de Yoel ya estaba escrita. Hay augurios que no son profecías, sólo pronósticos.

Dos muertes casi anónimas, muertes en la tumba; por algo le llamarán así.

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