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Viernes, 17 de agosto de 2007
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Reacciones en cadena

Por Marta Dillon
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Hay un efecto dominó que suele darse en la prensa y que a veces genera una sucesión de noticias por lo menos raras –y casi siempre dramáticas, bendito morbo–. Por ejemplo: alguien cae por el hueco del ascensor, se produce una polémica sobre la seguridad en los ascensores, caen otras, varias, personas por sus respectivos huecos de elevadores. Frente a este hecho el sentido común suele transitar por dos huellas. La primera dice: “Qué loco, todos caen al mismo tiempo”; la segunda: “Esto sucede todo el tiempo pero sólo me entero esporádicamente”. En este mes la noticia repetida cuenta la historia de mujeres humildes con muchos niños y niñas a cargo, que no comparten con pareja alguna la crianza y el sostén de esos niños y que, sintiéndose sin salida, deciden ofrecer su cuerpo, más precisamente su vientre, en alquiler con la esperanza de mejorar su situación económica. ¿No temen encariñarse con la criatura que hipotéticamente gestaren? les han preguntado, palabras más, palabras menos, los cronistas que se toparon con la noticia haciendo foco rápidamente en lo que va a suceder y aún no sucede. Detrás de la pregunta, arriesgo, está la sensación de que quien pone su vientre para cualquier cosa que no sea convertirse en amantísima madre será más temprano que tarde una madre desnaturalizada. La respuesta obvia que estas mujeres –de Córdoba, Santa Fe y ahora Mendoza– han dado cada vez es no. Pero bien podrían haber ofrecido silencio por respuesta. La imagen es elocuente y ya lo habían declarado desde el principio: lo hacen por los que ya tienen y apenas pueden cuidar.

Frente a esta acumulación de mujeres que creen que tienen en el cuerpo un valor de cambio fuera del mercado de prostitución se me ocurren las mismas ideas del principio: o es un efecto cadena periodístico –bien podría ser– o ya ha quedado claro que la maternidad es un bien que abunda en las clases bajas y escasea en las altas y entonces...

“Siempre quise tener otro bebé. No para mí, sino para otra persona, para que me diera algún beneficio y para que ella pueda tener un hijo”, dijo la señora de Mendoza que el miércoles puso su útero a disposición, tal vez con la esperanza de que la frenen antes de tiempo, o no. La fantasía de la señora no parece exactamente un sueño repetido, más bien una salida posible. ¿Pero cómo se le ocurre? ¿Será que el tráfico de niños y niñas es más común de lo que se supone desde Buenos Aires al menos y la señora piensa los míos no, pero bien podría tener uno por encargo? ¿Será que en los cruces que instrumentalmente tiene esta señora más allá de su barrio con mujeres más acomodadas ha escuchado, ha sabido de las dificultades que plantea la maternidad para estas mujeres? Porque dificultades hay. Es evidente. Las mujeres que pueden soñar con hacer carreras universitarias y dibujan sobre la línea de su futuro viajes al exterior, jornadas de investigación o lo que sea que sueñen, en general, doblan con cuidado su sueño de tener hijos para más adelante, para cuando todo eso se cumpla, para cuando haya dinero suficiente y empleadas domésticas de tiempo completo. Y más adelante se complica, se complica encontrar la pareja adecuada o el cuerpo se retoba o...

Algo sabrá la mujer que sueña por una casa para sus hijos a cambio de una casa –como nos decían en la primaria– para un embrión ajeno. Algo sabrá también la patrona de esta mujer, que por tener trabajo no tiene subsidio. Algo se sabe sencillamente por ser mujer, en este país y en gran parte del mundo. Las mujeres cargamos con la tarea doméstica y el cuidado de los otros. A veces ellos ayudan, sí, y usan esa espantosa palabra que es ayuda. Pero la responsable es ella, la señora de la casa, de cualquier casa. Y esa misión que le asignó la cultura le cuesta tiempo, le cuesta sueños, le cuesta postergar su propio cuerpo para proteger el de otros, el de las y los ancianos y los niños/as pero también el de la pareja. Entonces estamos siempre paradas en el vértice: ¿para dónde seguimos?, ¿cuidamos y atendemos y proveemos comida rica y cariño mullido o miramos a otro lado y conquistamos poder y satisfacciones personales y laborales? No debería ser una encrucijada, pero tal como están las cosas parece que lo es. Y si se resuelve es porque hay otras mujeres que ponen el cuerpo en las tareas que dirigiremos desde la oficina, mujeres que cuidan nuestros hijos y nuestras casas a quienes tenemos la fortuna –o el mandato– de salir al mundo, mujeres que tienen hijos que dejan con otras mujeres y así sigue la cadena, infinita, de mujeres. Y así se cierra el cerrojo sobre nuestras expectativas, nuestras capacidades y nuestro tiempo.

Pero no es irreversible. La paridad bien puede empezar por casa, y seguir en el barrio y en los lugares de trabajo, y bien sostenida por políticas de Estado.

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