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Viernes, 13 de abril de 2007
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Para el bolsillo del caballero

Por Luciana Peker
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Si los hombres alguna vez hubieran sentido algo parecido a la conexión, la caricia, el dolor, las mordidas y las cosquillas de dar la teta, el latiguillo “hay que poner un poco más de huevo” perdería sentido. Pero no por la sobredosis de politismo correcto de democratizar el lenguaje al punto de romper con las palabras que salen de la punta de la lengua, sino porque dar la teta no sale derechito, sin pensarlo, sin intentarlo, sin esforzarse o sin decidirlo. Poner o, incluso, no poner la teta es valiente. Ponerla es dar pan, vitaminas, caricias, vacunas. Es entregar hasta esa aureola recóndita y rosa que queda descubierta y puede agrietarse, cortarse, desbordarse. Es exhibirse (y no precisamente en el mejor momento), un tetaless que puede llegar en el cine, en la plaza, frente al suegro o los compañeros de oficina. Es ceder –o compartir– por un tiempo el erotismo de esa zona que pasa de anunciar la caricia húmeda del cuerpo a estar permanentemente húmeda, por no decir delatoramente mojada. Es poner el cuerpo porque se cree, o se siente, que se tiene que dar. O es no ponerlo porque no sale o porque se decide preservarse del nuevo (y a veces fundamentalista) autoritarismo pro-lactancia que fusiona teta con maternidad.

En lo personal, me confieso gozosa (y exagerada) dadora de la teta, a pesar del tatuaje de los dientitos de mi beba (ya no bebita) hincados en la piel, a pesar de que Uma comparte la teta con el choripán y las espadas, que mis amigas claman para que no la deje seguir con ese beso infinito y que mi psicóloga hace campaña por un punto final. Me embandero (por decisión y deseo) entre las que creen que poner la teta no es poner lo que hay que poner. Es poder sentirse una maga con el don de calmar, dormir, transportar, alimentar, arrullar, mirar, adorar y ser adorada. En fin, a pesar de creer que una de las mejores cosas de la reivindicación de la lactancia de los últimos años ha sido frenar la supuestas ventajas del packaging por sobre el cuerpo de mujer –ese cuerpo increpado, diseccionado y supuestamente en falta de las mujeres, pero que es infinitamente sabio y sabroso– y que tiene –en tentación de usar ese lenguaje que arrumbamos en la punta de la lengua– los huevos de tener tetas. Y de darla.

Sin embargo, aun así, para las que después de los tres, de los seis o de los doce meses ya comparten lactancia con mamaderas (o las que dan biberones desde el primer momento), es un alivio que la responsabilidad de alimentar pueda ser compartida. Por eso, es importante aclarar que las leches maternizadas no tienen por qué ser una competencia para la lactancia, sino un complemento, una extensión o una elección. Y, en este punto, es destacable y positivo que las publicidades de las lechitas Nutrilon Premium –caras, pero prácticas y efectivas– resalten la imagen del típico jean masculino con una leche a cuestas en el bolsillo y una beba de alrededor de un año a upa. Si el packaging sirve para delegar un rato de crianza, bienvenido el packaging. Y para las publicidades que muestran que el bolsillo del caballero no sólo está para pagar, sino también para alimentar también, hay buenos augurios. Hombres que no son sólo proveedores, sino, también, dadores. De leche y mimos. Eso sí es poner lo que hay que poner: cariño.

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