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Viernes, 28 de septiembre de 2007
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Entre la compulsión y la nada

Por Luciana Peker
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El colectivo avanza y la rubia de Chocolate mira con su cara angulosa, afilada. No se le ve la ropa. Los ojos sí y apenas un hombro que es apenas. La chica de Ayres tiene un pantalón ajustado, amarillo, una musculosa chiquita y un cuerpo chiquito al que le cabe la ropa chiquita. Me gusta, igual, que levanta un pie. Así, al menos, hay una flexión, un gesto. ¿Por qué será que las mujeres tenemos que desaparecer de nuestro propio cuerpo? ¿Qué dicen las fotos, las caras, los huesos de esos cuerpos? Antes de que las modelos fueran modelos sociales, las modelos eran delgadas porque no podían pasar por el probador ante cada pasada. Pero las modelos, ahora, no sólo son chicas delgadas, altas, uniformes, para ser modelos de ropa, sino que para ser conductora, cantante, promotora o cajera hay que ser –o querer ser, o sufrir por no ser– modelo.

No por nada la contracara de la extrema delgadez que propone la moda es exactamente la opuesta: la obesidad. La idea de que las formas siempre abundan no es saludable –esa palabra que mide en corrección sanitaria el estándar de peso, belleza y salud–, pero tampoco es posible. Uno de los garúes de esta época, Máximo Ravenna, por ejemplo, sostiene que hay que cocinar poco y estigmatiza la comida como sinónimo de adicción. La telaraña de la ideología Ravenna no sólo no es buena, además suele generar efecto boomerang: atracones, adicciones, revanchas gastronómicas, o mujeres que por no poder ser mujeres talle XS piden otra vuelta de hamburguesas XL. No por nada, la obesidad crece. Al punto de que el médico argentino Eduardo Schiffrin, que trabaja en el centro de investigación de Nestlé en Suiza, alerta: “Desde que la humanidad calcula la expectativa de vida es la primera vez que se supone que vamos a vivir menos y que las próximas generaciones van a vivir menos todavía. Y esto se debe a la epidemia de obesidad”.

El espejo de la delgadez extrema enferma: genera anorexia, bulimia, frustración. Aunque, también, fomenta la obesidad, igual que la exclusión genera violencia. ¿Hay otros espejos? En Italia, el fotógrafo Oliverio Toscani –que hizo del sida una imagen de velorio viviente en noventosas campañas de Benetton– decidió retratar a una modelo francesa –Isabelle Caro– de 27 años, 1,67 metros, 31 kilos, desnuda. La publicidad es de la firma de ropa Nolita y genera polémica en Italia. Isabelle espanta, como la costilla infinita del duelo de ser mujer para no ser. Pero si una mira en la ciudad los espejos publicitarios que miran a las mujeres –si una se imagina vestirla a Isabelle con esa ropa mínima que muestran los afiches– no se la ve tan desubicada como la desnudez la revela. Su anorexia, su enfermedad, no está tan lejos de las mujeres que se proponen como modelos de otras mujeres. No sé si la pornografía publicitaria es efectiva o es puro efecto. No sé si la manera de salir del ideal de la mujer percha es colgar carteles con la crucifixión ósea de una joven. Pero creo que habría que poder salir del ideal de comerse todo o no comer nada. La comida como placer y no como revancha.

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