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Viernes, 13 de abril de 2007
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El regreso del farsante

Por Moira Soto

Retrato certero y burlón del santurrón que predica lo que no practica, del estafador que finge virtudes y sentimientos que está lejos de cultivar, el Tartufo (1664) de Molière se convirtió en un arquetipo tan atemporal y reconocible que ese nombre propio devino adjetivo más allá de las fronteras de Francia. Cosas que pasan cuando un creador tiene altura de clásico, se vuelve necesario, irreemplazable y su obra siempre encuentra un eco renovado en nuevas generaciones, permitiendo relecturas tan libres como la que estrenó el sábado pasado el director (y actor, investigador, docente del IUNA) Guillermo Cacace, alguien que viene metiéndose desprejuiciadamente, creativamente con los clásicos desde hace tiempo (Los dos hidalgos de Verona, de Shakespeare, Las Bacantes de Eurípides, varios Molière), amén de puestas en escena de espectáculos musicales. Por otra parte, Cacace fue el responsable de uno de los espectáculos más originales y comprometidos con la realidad social del año pasado: Ajena, relato coral para trece nadadoras y un hombre flaco, inspirado en una crónica sobre la (anterior) inundación de Santa Fe, escrita por Sonia Tessa y publicada en Las/12.

Con el mismo espíritu atrevido e inventivo y con cierta preferencia por los azulejos y el agua –en Ajena había un natatorio, aquí un cuarto de baño–, Guillermo Cacace toma el Tartufo, texto que sin duda conoce en profundidad, y hace una versión aggiornada en la forma pero que refleja netamente la mirada moral de Molière, ese genio laico, sobre los rebusques arteros de la gazmoñería, encarnada en primer término por el protagonista. Pero también por la abuela Pernelle e incluso por esa vieja vecina mencionada (“dama virtuosa, sin duda, austera, recatada. Ahora que ya no puede, se la pasa juzgando a los demás. No es virtud sino envidia”, la define Dorina, el mucamo). No es de extrañar que esta pieza tan crítica haya sido censurada en oportunidad de su estreno por el ala conservadora de la Corte, y vuelta a presentar recién cinco años más tarde, gracias al visto bueno del rey. En la reescritura de Cacace, la sátira aguda a la doble moral, a la corrupción enmascarada por desplantes altruistas bien podría aplicarse a unos cuanto prelados, políticos, empresarios locales.

El ingenuo burgués Orgon cae de lleno en las redes que le tiende el farsante Tartufo al rezar con mucho aspaviento y ofrecerle agua bendita en la iglesia. Como dice Damis, “un chupacirios insoportable”. Tanto se prenda el burgués que se lo lleva a su casa para que evangelice a su familia. Salvo la madre de Orgon, beata reaccionaria, todo el mundo se da cuenta de lo trucho que es Tartufo y tratan de avisarle en vano al dueño de casa, encandilado por las pláticas del huésped. Orgon no sólo le da hospedaje, también decide casar al falso devoto con su hija Marina y hasta legarle su propiedad. Como siempre sagaz, Dorina le comenta a Marina: “Decile que se case él con Tartufo, si tanto le gusta. No habrá impedimento”. Ante la emergencia, la mujer de Orgon decide armarle una trampa al melifluo que ya se le insinuó, sin imaginar que ella también puede ser tentada. Los piropos de T son de lo peor: “Esas rodillas que nacieron para la penitencia”, “Admiro en usted al Creador reflejado en sus encantos”, “Su honor estará seguro conmigo, puede contar con mi discreción”, “pecar en silencio no es pecar”.

Además de concentrar el texto original y manejarse con diversos niveles y acentos en el lenguaje hablado, Cacace también se permite jugar con los géneros e identidades y desestabilizar un poquito al público en su butaca: Dorina mantiene su nombre original, pero es un muchacho con ropas masculinas, interpretado con mucha gracia por Emiliano Dionisi. Damis, el hermano de Mariana, es una chica respondona (la enigmática Gabriela Negrote). Y Mariana aparece por duplicado (Julia Gárriz y Vicky Massa, burbujeantes), es decir hay dos Marianas bastante parecidas, vestidas igual, que hablan al unísono y se mueven de forma parecida, pero no son siamesas. Cuando el padre se dirige a esta hija desdoblada lo hace en plural, en ese baño aséptico con su inodoro móvil, sus azulejos rosados, esponjas y toallas. Ah, y una revista para leer, que por algo –aparte de ciertas expresiones de humor, aceleraciones coreográficas y alusiones picantes– esta pieza se subtitula Una revista para baño.

Tartufo es flor de hipócrita, juega la comedia del virtuoso. Viene a cuento recordar que hipocrites, el que replica, se denominó en la Antigua Grecia al actor originario, aquel que se salió por vez primera del coro en traje de Dionisio, por decisión de Tespis, iniciador del género trágico, allá lejos y en Iscaria, siglo VI a.C. Provocando con esta invención la oposición de Solon –legislador y poeta, uno de los siete sabios–, temeroso de que la ficción escénica afectara la moral. Tespis –a quien se atribuye también la incorporación de las máscaras– inventó un oficio noble al que rinde tributo el elenco de El impostor. Incluido por cierto Andrés Molina, intérprete de Tartufo, el simulador que sobreactúa su presunta religiosidad.

El impostor, revista para baño, los sábados a las 23 en Apacheta, Pasco 623, a $ 15 y $ 10, 941-5669, [email protected]

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