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Viernes, 30 de noviembre de 2007
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Un llanto como un río

Por Moira Soto

Ya lo decía la escritora india Arundhati Roy en 2001, poco después de la caída de los talibán: “No se acabó el sufrimiento de las mujeres en Afganistán”. A fines de 2002, Samira Makhmalbaf empezó a filmar en Kabul A las cinco de la tarde –film estrenado ayer– con la intención de reflejar el estado de las cosas después de más de 10 años terribles –la invasión soviética, el terror fundamentalista– que dejaron un país devastado, militarizado, hambriento, casi a la intemperie. Las mujeres obtuvieron permiso para levantar sus burkas, pero pocas se atrevieron a hacerlo. Las víctimas favoritas de los talibán –quienes las sacaron de circulación en el trabajo, el estudio, la misma calle (si no iban acompañadas por un varón)–, bajo el peso ancestral de la tradición misógina, anterior a la aparición de Mahoma, no salieron a celebrar en masa a cara descubierta por temor al rechazo de la población más devota, aunque los azotes que con tanta crueldad repartían los represores fundamentalistas ya no eran una amenaza cotidiana. Por cierto, la joven directora iraní (tenía 22 años al comenzar este rodaje) siempre ha puesto de manifiesto su interés por contribuir a un cambio social favorable, especialmente respecto de sus congéneres con declaraciones de este tono: “Antes me pensaba simplemente como un ser humano, pero cada vez más me considero una mujer”.

Sí, es verdad, Samira tuvo la suerte de tener un padre como el cineasta Mohsen Makhmalbaf, un humanista convencido que alentó a sus hijas (Hana, de 18, presentó este año Buda explotó por vergüenza, inspirado en una historia escrita por su madre, con un título tomado de un ensayo de su progenitor) a aprender cine en su escuela, a comprarlo en la realización de sus películas. Después de largar en 1998 con la merecidamente aclamada La manzana (el descubrimiento del mundo exterior por parte de dos niñas que no habían salido de su casa hasta los 12), SM hizo Pizarrones (2000, donde seguía los caminos de varios maestros que recorrían aldeas con un pizarrón a sus espaldas) y Dios, construcción y destrucción (2002) para el film colectivo 11/09/01.

Samira Makhmalbaf ha dicho que quería devolverles a las mujeres afganas algo de la vida y la dignidad que se les negó y que en momento de hacer A las cinco de la tarde apenas empezaban a recuperar. Algunas de ellas transgrediendo órdenes paternas, empleando subterfugios, como la protagonista de esta película, Nogreh, que hace como que va a rezar ––incluso por el camino, en el pequeño carruaje conducido por el papá, lee versículos en contra de la mujer–, pero en cuanto puede se levanta la burka, se pone unos zapatitos blancos con algo de taco y se va a un precario colegio. Allí, una maestra heredera de las Soraya Parlika, Soheia Helal y otras mujeres solidarias y corajudas que arriesgaron sus vidas para mantener escuelas clandestinas para niñas durante el terror talibán, le enseña a un grupo de chicas de distinta edad nociones de democracia, de responsabilidad civil. Allí, frente a una pregunta de la maestra, Nogreh descubre que le gustaría ser presidenta de su país. Se entusiasma ingenuamente con la idea mientras la ciudad en ruinas recibe una nueva camada de refugiados, entre los cuales un muchacho que ha perdido violentamente a tres hermanos y viaja con su madre. El chico dice ser poeta, pero a la chica le copia –detrás de una foto de ella, con la burka– el poema de García Lorca Llanto por Ignacio Sánchez Mejía, bellísima oración fúnebre en cuatro movimientos, algunos de cuyos versos –que traducen líricamente el dolorido homenaje a un admirado y querido torero– musicalizan el relato cinematográfico que también trata sobre un duelo, en contrapunto con el canturreo misógino que acompaña otras imágenes.

Este film circular comienza con la que será la última escena, un arranque que cobra sentido sobre el final. Nogreh y su cuñada suben una ladera en el desierto cargando agua y la primera dice el final de la primera parte del Llanto: “Ay, qué terribles cinco de la tarde./ ¡Eran las cinco en todos los relojes!/ ¡Eran las cinco en sombra de la tarde!”. Luego sabremos que el chico le ha recitado a Nogreh: “Eran las cinco en punto de la tarde,/ lo demás era muerte y solo muerte”, añadiendo versos de la tercera parte del poema: “Yo quiero que me enseñen un llanto como un río / que tenga dulces nieblas y profundas orillas...”

“Andaluz profesional” lo llamó alguna vez despectivamente Borges a Lorca, regando fuera de la maceta, sin duda. No parece casual que Samira Makhmalbaf haya encontrado resonancias familiares en un texto del gran poeta y dramaturgo granadino que niño todavía se fue a vivir a la ciudad donde está el Palacio de la Alhambra, donde el arte árabe se expande en profusión de alicatados, mocárabes, atauriques, y, claro, arabescos. “Mi corazón es un poco de agua pura”, decía Federico en una carta. Justo lo que van a buscar las dos chicas, una signada por la tragedia, la otra todavía bajo la dogmática dominación paterna, camino de Kandahar, quizás la ciudad realmente islámica que busca el viejo. Pero también el lugar donde un par de años antes de que Samira hiciera A las cinco de la tarde, Mohse filmó una conmovedora película, titulada precisamente Kandahar, inspirada en hechos reales, acerca de una afgana que afincada en Canadá, no vacila en ir al rescate de su desesperada hermana menor que le ha escrito comunicándole su decisión de suicidarse en determinada fecha.

A las cinco de la tarde, en Arteplex Belgrano, Arteplex Centro y Cineduplex Caballito.

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