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Viernes, 8 de febrero de 2008
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Cuando huye el día y se pierde la razón

Por Moira Soto

El tío Oscar a veces te da sorpresas realmente justicieras, al menos en las candidaturas. Este año, por ejemplo, ha bendecido dos films cuyo tema central tiene que ver con la vejez, agravada por el Alzheimer en el caso de Away from Her, y por la demencia senil, en el de The Savages. Una problemática poco prestigiosa, nada glamorosa, desprovista a priori de heroísmo o romanticismo, aparentemente sin mayor gancho comercial. ¿Casualmente? se trata de películas hechas por mujeres: la joven y extraordinaria actriz Sarah Polley en su debut como directora, y la cuarentañera Tamara Jenkins, autora de una pieza de culto, Slumbs of Beverly Hills (1998), también actriz, puestista teatral, guionista (tiene encajonado un script biográfico sobre Diane Arbus).

Julie Christie, la protagonista con mal de Alzheimer de Away..., es candidata al Oscar a la mejor actriz, lo mismo que Laura Linney, intérprete de la hija de mediana edad que, junto a su hermano, debe hacerse cargo de un padre senil cuyo único destino posible es el geriátrico, en The Savages. Dos actrices sencillamente maravillosas en sus respectivos personajes, que compiten con la desenvuelta (y al parecer favorita) Ellen Page (Juno), la francesa Marion Cotillard (transfigurada en Piaf, en La vie en rose), la inglesa Cate Blanchett (Elizabeth: The Golden Age). Tamara Jenkins también está nominada por su guión original, rubro en el que asimismo figuran otras dos mujeres: Diablo Cody (Juno) y Nancy Oliver (Lars and the Real Girl).

Filmada con poca plata y en poco tiempo pero con total libertad y varios años de maduración desde que se le ocurrió la primera idea (la dinámica entre una hermana y un hermano que entran en pánico cuando su padre da las primeras señales de que no se puede valer por sí mismo), The Savages no cae en los tópicos más o menos habituales sobre familias disfuncionales, con destape de oscuros secretos familiares, ajuste de cuentas, escenas de catarsis. Jenkins prefiere tomar otro atajo para llegar al acercamiento entre los dos hermanos rondando los 40 que sí, es cierto, tuvieron una infancia poco feliz, regida por un padre violento y arbitrario, y desamparada por una madre depresiva que ya murió. Wendy y Jon han hecho con sus vidas lo que han podido, no se casaron, tienen, respectivamente, historias que no se definen, ella con un vecino casado que no piensa en divorciarse, él con una chica polaca cuya visa expiró. Wendy hace trabajos temporarios y manda una pieza teatral autobiográfica a concursos; Jon es profesor de literatura y está escribiendo sobre Brecht.

Entonces, el padre empieza a tener síntomas de demencia senil, se muere la mujer que estaba con él. La hija y el hijo, que apenas pueden con sus propias vidas, tienen que hacerse cargo de ese hombre amargo, iracundo, que no esboza un solo gesto de cariño hacia ellos. Las cosas se complican porque los tres viven en ciudades diferentes. Aunque al principio Wendy se resiste, las evidentes limitaciones del padre, su desmemoria, el uso de pañales, la atención médica que requiere, sus exabruptos terminan convenciéndola de que el geriátrico es la única opción viable.

No hay resentimiento ni en Wendy ni en Jon –aunque se percibe el peso del pasado– sino más bien compasión y responsabilidad. Hermana y hermano discuten sobre las decisiones a tomar, sus relaciones de pareja respectivas hacen crisis mientras sufren la confrontación con el deterioro creciente del progenitor. Basándose en un guión que se trasluce muy pulido, Jenkins, sin disimular la dureza de la situación, sabe detenerse en detalles tocantes, en finas observaciones sobre el modo de vida, la orfandad de estos personajes aun antes de que se produzca la muerte del padre. Las mentiras compensatorias de la frustrada Wendy y sus sesiones de gimnasia frente al televisor; el llanto fácil de Jon y el desorden “con método” en que vive; los objetos familiares al levantar la casa del padre, las cosas que él ya no usará, las fotos que reviven momentos de la infancia. Con un humor sesgado que a veces roza la comedia negra sin cargar las tintas con facilidades, la directora y guionista deja vivir a sus personajes sin encasillarlos, sin estigmatizarlos, sin bajar línea ni abrir juicio, ni siquiera en el caso del padre, cuyo malestar profundo e impotente deja entrever. Con la misma sensibilidad retrata certeramente a personajes secundarios como el enfermero del geriátrico que acompaña a Wendy con su gato a cuestas en una noche oscura en todo sentido, aliviada por el cigarrillo compartido.

A pesar del bajo presupuesto (que apenas se refleja en la peluca un poco alevosa que porta Linney), Tamara Jenkins, además de lograr mantenerse totalmente fiel a su proyecto, consiguió un elenco perfecto que deja una impronta recordable de espesor humano hasta en el último personaje secundario. Cuando ya tenía a Laura Linney, ahora merecidamente candidata al Oscar, a Philip Bosco –inmejorable en el rol del padre–, la directora tuvo la suerte de enganchar a Philip Seymour Hoffman, el hombre que llora de verdad, quizá desde que era niño.

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