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Viernes, 11 de enero de 2002
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Se desmandó la paloma

Por Moira Soto
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Está visto que ya no se puede creer en naides. Ni siquiera en las mansas palomas, símbolos universales de la inocencia, la fidelidad, la paz. Anche representación del Espíritu Santo, según Juan Bautista (el mismo que perdió la cabeza a pedido de Salomé, la danzarina), que bajo esa forma vio descender al tercer integrante de la Santísima Trinidad al bautizar a Jesús en las aguas del río Jordán. Después de ver –y apreciar– una reciente reposición teatral, si a tu ventana llama una paloma, seguramente no la has de tratar con el cariño que pide la conocida habanera sino más bien con irrefrenable aprensión. Es que en El mal de la paloma, pieza de Omar Aíta dirigida por Mónica Viñao, las palomas se vuelven ominosas rivales de Irma, la protagonista, además de ser portadoras de enfermedad mortal. Y cuando Irma y Osvaldo, esa pareja embrutecida y desmoralizada por contingencias sociales y culturales, al no quedar ella embarazada deciden simular una “dulce espera” y secuestrar un bebé en el hospital, la criatura que adoptan tan violentamente recibe el apodo de Paloma (Sandra en los papeles).
Y como esas aves que con tanta frecuencia deponen en los lugares que suelen frecuentar, esta Paloma se la pasa en el baño, adonde, para ganar tiempo y que no pase hambre mientras evacua, su madre sustituta le alcanza alfajores. Bulímica imparable, Paloma es muy capaz de robarle la merienda a un compañerito del colegio al que le baja los dientes cuando él protesta, así como se divierte pateándole los tobillos a su abuelita paterna bajo la mirada indulgente de Irma. En verdad, ninguno de los integrantes de la pareja parece darse cuenta del monstruo que están sobrealimentando (y dándole alas). El, Osvaldo, es un machista de décima que la tiene bien cortita a Irma y pronuncia rancios lugares comunes (“no te metas con la vieja”, “las minas no saben nada de deportes”). Ella, en su etapa de sujeción, manifiesta nostalgias de un novio tímido que tuvo en su pueblo, séptimo hijo varón, por lo tanto lobizón, según le subraya Osvaldo (“podrías haber tenido cachorros de ovejero alemán, ja, ja, ja”). Irma se queda en algunos amagos de rebelión, en cierto momento ambos planifican el futuro de la obesa Paloma (“para mí que va a ser modelo”, se le ocurre a él). Sin embargo, la mujer, cuyo canario ha sido liquidado por el marido en un rapto de ira, va juntando el suficiente veneno como para darse vuelta y convertirse en feroz victimaria, mientras que el monstruo sigue creciendo fuera de campo y probablemente se reproduzca.
La perfecta conjunción que se ha dado entre el texto de Aíta, la puesta, dirección de actores y luces de Viñao, y el rendimiento de Silvia Dietrich y Luis Solanas (foto), convierten a El mal de la paloma en uno de los más exquisitos placeres teatrales de la temporada estival. Como es habitual enella (La dama de la noche, Geometría), Viñao ha trabajado con intérpretes entrenadísimos con los que ha ensayado largamente hasta llegar a este grado excepcional de estilización. Trasponiendo el notable texto como la pieza dramática que es, pero también como una partitura, como el inquietante ballet de esos cuerpos expresivos hasta la punta de los dedos, esculpidos por una contrastada luz expresionista. Para rubricar el humor implícito que serpentea a lo largo de la obra, los espectadores se marchan oyendo la mórbida creación de Agustín Lara, “Piensa en mí”, ésa que evoca “tu párvula boca, que siendo tan niña me enseñó a pecar...”.

El mal de la paloma va viernes y sábados a las 21, en la Sala Contemporánea del Centro Cultural Recoleta, a $ 7 (con descuentos a jubilados y estudiantes).

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