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Viernes, 12 de septiembre de 2003
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Tenebrosos alumbramientos

Por Moira Soto
Basta que llegue una nueva vida a este valle cada vez más inundado de lágrimas (cuando no diluvios devastadores), en la ficción o el documental televisivos, para que casi todo el mundo se tiernice y los comentarios periodísticos sean propicios. Casos recientes: en los programas “Hospital Público” y “E-24” se vieron escenas de partos (representadas en el unitario de América, reales por el 13), y no se leyó ni escuchó un cuestionamiento al trato (aunque se tratara de salas de guardia, donde la urgencia es prioritaria) que recibían madres y bebés. Y lo cierto es que en todos los casos tuvo lugar lo que en pleno siglo XXI, con un mínimo de información al respecto y de conciencia de los derechos de la parturienta y el recién nacido, se puede considerar de “parto violento”. Esto es: mujer acostada de espaldas (apenas sosteniéndole la cabeza, con suerte), mucha gente alrededor, órdenes, agitación, toqueteo desconsiderado (en el documental) y poco acercamiento realmente afectuoso, personalizado, constante a la auténtica protagonista. Lo paradójico es que –tanto en “Hospital...” como en “E-24”– se encaró la situación con buenas intenciones y ánimo de exaltar la vida (en el caso de la ficción hasta hubo alguna reflexión interesante, a cargo de Virginia Innocenti), pero sin que se pusiera en clara evidencia que el sistema habitual de los hospitales (y de muchas clínicas) transgrede derechos humanos elementales de las mujeres, amén de que no cumple las 16 recomendaciones de la OMS, entre las cuales figuran: no a la episiotomía de rutina, no a la separación del bebé de la mamá, contraindicación de la postura de acostada, consejo de moverse durante el trabajo de parto...
El caso es que, salvo alguna ONG chiquita como Dando a Luz o ciertas profesionales humanistas y justicieras, casi nadie les dice a las embarazadas: “Este parto es tuyo, tenés que saber, podés elegir y pasarla mucho mejor vos y tu bebé”. Claro, hay cierto movimiento marginal de nacimientos domiciliarios, hay mujeres que no se dejan llevar de las pestañas y deciden por ellas mismas, pero según la obstetra Raquel Schallman, en hospitales y clínicas “se ha agravado la situación, sigue rigiendo el poder masculino patriarcal y los actos de agresividad hacia la mujer son pavorosos. Ya de por sí la postura de acostada, inmovilizada, las piernas atadas, es tortura pura, violación de los derechos humanos. Además ha aumentado en forma alarmante el índice de cesáreas –incluso en hospitales públicos–, de peridurales. La violencia contra las mujeres se ha multiplicado en un trance de tanta vulnerabilidad general, a las futuras madres se les inventan excusas para que entren solas, pese a lo que dice la ley. Todo el mundo dispone sobre ella, hay cantidad de gente haciéndoles un tacto. Puede oírse quizá algún ‘mamita’ o ‘gordita’, en medio de este maltrato desgraciadamente rutinario que las propias mujeres viven como una condena inexorable, luego de siglos de condicionamiento”.
Lo de los residentes, a los que dan pelea en muchos casos médicas y parteras, puede alcanzar atrocidades tales como meterle a la mujer en trabajo de parto una dosis de prostaglandina para acelerar el proceso; que aumente el dolor no los preocupa, ellos quieren “hacer partos” en su horario. A esa acción –ilegal, que no consta en la historia clínica– la llaman “sembrar” y a una de las dosis más altas, “la bomba”...
En fin, tornemos a la ficción antes de que se acabe el espacio porque se estrenó recientemente en Tuñón (Maipú 851, viernes a las 21) De parto, versión libre de la pieza de la escritora y actriz costarricense AnaIstarú, protagonizado con acierto, salvo cuando exagera la parodia de otros personajes femeninos, por Stella Matute, con una imaginativa puesta en escena de Georgina Parpagnoli. Aunque narrada con amenidad, toques emotivos y algunos hallazgos poéticos en el texto, De parto apenas roza la problemática expuesta más arriba. Sí, Ariadna debió hacer terapia para superar su terror al parto, pero, lamentablemente, el trato que recibe de vecinas, cuñada, enfermera-partera (estereotipos que huelen a misoginia) se lo reflotarán. Es curioso que la protagonista, que elige una clínica “cara pero segura”, no cuente con una partera ya conocida, de confianza, y caiga en las manos de una enfermera “matusalénica”. Sin duda, el público, mayoritariamente femenino, disfruta de las peripecias de Ariadna, que no se priva de hacer proselitismo más bien dogmático sobre el amamantamiento (“teta o muerte”, “a la basura las mamaderas enemigas”) e imagina que funda la célula Rómulo y Remo (quienes, recordemos, tomaron leche no materna sino de un animal...). Pero Ariadna recupera su autonomía en la clínica cuando decide: “Este es mi parto, ahora decido yo”. Y puja para lanzar al mundo una niña con “carita de sabio tibetano” y de algún lado “llega un vendaval fuertísimo, bíblico, que se lleva todo y sólo queda una llanura y ella y yo sobre la mesa de parto...”.

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