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Viernes, 25 de septiembre de 2015
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Ese amor anómalo

Por Rita Segato*
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“You are the only intelectual from your country for whom I would come out from my way to talk with” (“sos la única intelectual de tu país por quien salgo de mi camino para conversar”) fue lo que le dije a Judith Butler cuando, apenas aterricé en Ezeiza, acepté ir a su encuentro el jueves 18 en un restaurante cercano a Puan, donde ella acababa de conversar con feministas de FILO. La rodeaban allí apenas cinco jóvenes investigadores, únicas personas con quienes había aceptado compartir la cena. Mi elogio era sincero, pues su obra me había acompañado desde los años 90, con la publicación de su Gender Trouble, y nunca desde entonces me había decepcionado: admiré más tarde su autocrítica a los excesos del construccionismo en Bodies that Matter; aprendí con el diálogo que, aunque lo pensábamos imposible, montó entre Foucault y el freudismo en The Psychic Life of Power; concordé con sus argumentos anti-censura en su célebre debate con Catharine MacKinnon sobre pornografía; utilicé su modo particular de hablar de forclusión en mi L’Oedipe Noir (Paris: Petite Bibliothèque Payot, 2014); y, sobre todo y por encima de todo, me emocionó y continúo emocionándome con su relectura de Antígona y su crítica feminista e insurgente de la hasta entonces canónica interpretación Hegeliana y todas sus variantes –entre ellas la de Lacan– a la arquetípica tragedia. ¿Por qué entierra Antígona a Polinices, desafiando el edicto de Creonte? No lo entierra porque obedece las leyes familiares contrarias a las leyes del Estado, nos dice Judith; no lo entierra porque exista cualquier contradicción entre familia y Estado, pues es la familia quien cumple con el trabajo reproductivo para proveer al Estado de los soldados con que librará sus guerras; además, nos recuerda lo que Hegel nos había hecho olvidar: todos los personajes de Antígona no son otra cosa que miembros de una misma familia, ya que Antígona es hermana tanto de Polinices, por quien desobedece y a quien cumple en enterrar, como de Etéocles, al que aquél había asesinado. Para Judith, la razón de Antígona es una razón de amor: Polinices es, nos dice Judith, “su amor anómalo”. Su interpretación de Antígona me satisface, me encanta y me emociona hasta las lágrimas al día de hoy, pues revela que elegir es siempre un acto de desobediencia. Quien no tiene un amor anómalo no sabe lo que es razón de amor. Otros temas de mi respeto por la persona de Judith son su apoyo al pueblo palestino a pesar de ser judía y su militancia antibélica a pesar de ser norteamericana. Su categoría de “mirada telescópica” es absolutamente fundamental para entender la guerra en el presente. Finalmente, conocerla personalmente no me decepcionó: humana y deliberadamente amorosa, sin cualquier sombra de arrogancia o impostura, consciente de la tremenda e inapelable división mundial del trabajo intelectual y de los privilegios y ventajas que escribir desde la academia de su país y en inglés le garantizan a la circulación y capacidad de influencia de sus ideas, deseosa de escucharnos y aprender sobre su nuevo tema: el giro feminicida del presente, Judith me parece ser la Hannah Arendt de los días de hoy. Afortunadamente, puedo seguir respetándola y queriéndola.

* Antropóloga e investigadora.

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