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Viernes, 20 de febrero de 2004
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Un final feliz

(relato sobre un análisis)

(...) Una sesión que ahora me viene a la mente (...) se desarrolló de la siguiente forma: llego y encuentro como de costumbre la sala de espera llena, cuatro o cinco mujeres encerradas en el ostracismo habitual fueron pasando una a una tras el llamado de Chamorro y una a una salieron llorando, algunas de modo más expuesto, otras más tímidamente, pero claramente todas lloraban a medida que Chamorro las despedía. Cuando finalmente me tocó a mí, entré; me dio la mano como siempre, y yo me sonreí anticipando brevemente el comentario que hice mientras me acostaba en el diván: --¡De acá salen todas llorando! --exclamé con una sonrisa en la cara, en un probable intento de no quedar en serie y de recortarme como diferente. Y él me respondió: "Hace llorar a las mujeres,... bueno", y me despidió antes de que mis piernas hubieran adoptado, junto al cuerpo, la posición horizontal.

(...) Chamorro fue una de las personas que me propuso escribir esto. Nos habíamos encontrado a tomar un café para ver cómo andaba todo, mi salud, la niña, etc. Cuando le respondí lo que a todos respecto de la escritura, me preguntó si recordaba alguna sesión. Sí. La de "hace llorar a las mujeres" y otra que contaré después. El hizo esa serie de comentarios sobre el sadismo y la posición de la mujer, y me di cuenta de que si bien de aquello no sabía nada, sí recordaba momentos del análisis.
Recordaba el inicio y el dibujo que fue haciendo el análisis durante esos años, recordaba diferentes posiciones en relación con el tratamiento, el analista, mi vida. Tal vez no tenía presentes sesiones importantes, momentos cruciales, hallazgos inaugurales, pero sí recordaba con claridad detalles nimios, gestos, palabras, sesiones aparentemente intrascendentes, comentarios, etc. Y esto, aunque despampanante, era igualmente sustancioso: el fantasma estaba en todas partes.
Recuerdo por ejemplo que en la sala de espera había una reproducción del cuadro de Picasso en el que un torero está a punto de clavarle las espadillas a un toro; la lectura era para mí unívoca: Chamorro era el torero (incluso les encontraba cierto parecido físico); el toro era yo. Ahora noto que cuando la transferencia fue cayendo, incluso de forma insalvable, no hice otra lectura del cuadro, supongo que simplemente ya no tenía algo para leer ahí, o no me importaba hacerlo. Si tuviese que hacer una analogía entre ese Picasso y el análisis, diría hoy que el toro es el fantasma, el torero es el paciente y la espadilla, el analista.

(...) La historia personal es algo que uno tiene demasiado cocinado, un relato de memoria que funciona como obturador, como un corcho. A veces es necesario arremeter contra él para que algo salga, pero en general uno más bien lo toca, lo describe, y pone a su disposición todos sus sentidos, pero para una buena fiesta siempre es mejor descorchar. Ni que hablar para la fiesta inolvidable.
Me acuerdo de Peter Sellers, el elefante y la espuma.
Quisiera poder transmitir, con este relato, el entusiasmo que me provocó el saber del fin del análisis, el enterarme de que era posible vivir sin angustia --que resultó ser, al fin y al cabo, el efecto más nimio-- y hacer ese fin de análisis y tener ahora la vida que tengo.

(...) "Un padre ausente es un padre", me aclaró Chamorro una de esas veces ante la puerta del consultorio antes de salir, esas intervenciones que hacía como al pasar y que parecían más inocuas por estar fuera del ámbito del diván y que muchas veces se constituían como el golpe de gracia que hacía que uno saliera de allí tal cual una vaca que acaba de ser pegada por el marrón: los ojos perdidos, el cuerpo pesado, tambaleante, apabullado e incomprensible. Nunca pensé que semejante estupidez pudiese convertirse en un descubrimiento inaugural. Pero fue así, ya que hasta entonces no me había dado cuenta de la diferencia.
No era que no había un padre, lo que había era un padre ausente; digo ésta era en sí misma una forma posible de ser padre. No era un padre muerto, era un padre que se había ido. Era un padre que tal vez ejercía su paternidad incluso de forma más abarcadora, como no estaba en ningún lado estaba en todos. Al igual que mi padre, yo también estaba en todos lados, sin concretarme en ninguno, controlando todo desde el ocultamiento. Escondida, en el borde de la escena. Una presencia abarcadora pero ausente, un vacío demasiado extenso para ser colmado. Años antes, con la esperanza de concretarlo a él también --mi padre, el vacío, yo--, había ido a buscarlo a Europa. En ese entonces era temeraria. Tenía veinte años, pasaje de ida y doscientos dólares. Y claro, mi mochila, producto de un regalo fallido de mi madre. Yo quería estudiar flauta traversa y ella me había prometido traerme una de un viaje. En su lugar me trajo una mochila roja, grande, sostenida por tiras con trabas negras y tubos de aluminio, que tal vez le rememoraran la tubularidad de la flauta. Y como en el fondo yo era obediente, si había que irse, me iba. (Igual tardé dos años.)
Mi padre en un principio no me quiso ver. Muchas llamadas infructuosas daban como resultado una imposibilidad de diversas índoles. Pero finalmente cuando le expliqué que tenía su dirección y lo amenacé con hacer guardia frente a su casa, accedió a un encuentro de quince minutos en un bar. No sé si verlo constituyó al fin y al cabo algo en sí mismo, tal vez fue buscarlo lo que marcó cierto cambio de posición en mí. Como sea esto tuvo efectos.
Cuando volví de aquel viaje plagado de aventuras, fascinación y angustia (me quedé en Europa viviendo, pero a él, mi padre, no lo vi más), quise por primera vez formar una pareja. Quería tener un hijo.
Recuerdo que hacia el fin del análisis, Chamorro me dijo que había que ver cómo encajaba Valentina --mi hija-- en el relato. Ni idea.
Cada tanto Chamorro hacía eso, como contaba antes, pero en general de forma más amena para la víctima. Fue frente a la puerta al final de una sesión; ahí a veces se mandaba con el manual de explicaciones o exponía, como quien piensa en voz alta, diversas preguntas, acotaciones o extensiones o incluso nuevas vueltas de tuerca al orden de lo dicho. A veces yo entendía, a veces no, pero ése era el momento único que me dedicaba, digo, que dedicaba a algo que yo pudiera asir aunque sea un instante. Por ejemplo una vez, en la sesión, dije algo que ya no recuerdo, pero que me salió con un tono enojado o algo así. El cortó la sesión y yo me quejé --"no quise que sonara de esa forma"--. El psicoanálisis, dijo, tal vez me advirtió, es la distancia entre el dicho y el decir. Sonriendo y con el tono de "cagaste".

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