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Viernes, 12 de septiembre de 2014
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Los expedientes borrados

Por Mariana Fernández Camacho

Esta semana varios medios de comunicación se hicieron eco del reclamo agobiante de hombres extirpados de la vida de sus hijos o hijas por una Justicia haragana y unas cuantas mujeres resentidas, violentas, interesadas, manipuladoras, locas, malas... y siguen los éxitos.

El Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (Incaa) subsidió con 160.000 pesos –asignados en tres cuotas– la producción del documental Borrando a papá, dirigido por Ginger Gentile y Sandra Fernández Ferreira y presentado con la tarea de dar a luz la obstrucción de vínculos familiares.

El meollo argumental del filme gira alrededor de las historias, en primera persona, de Héctor, Yura, Claudio, Guillermo, Diego y Sergio, que parecen no tener apellidos pero sí mucho para contar sobre “sus luchas convertidas en crimen”. Así, por ejemplo, nos enteramos de que a Guillermo “su esposa lo golpeó, lo denunció y sin ninguna prueba logró que lo echaran de su casa. Ese día abrazó por última vez a su hijo”. O cómo la nacionalidad rusa de Yura parece haberle jugado en contra cuando su ex mujer “lo denunció por enseñarle el idioma a su hijo”.

Nadie puede negar que los divorcios conflictivos existen, que hay adultos que utilizan a los chicos como botín de guerra para dirimir asuntos personales inconclusos y que la violencia no es patrimonio exclusivo de lo masculino. Pero algunas de las voces que desde la pantalla se plantan con ahínco contra las mamás lavacerebros que obstruyen vínculos para conseguir plata tienen, por lo menos, algunos temitas judiciales por resolver.

Entonces encontramos que el papá Guillermo se apellida Newbery Greve y fue condenado a seis meses de prisión en suspenso por amenazar a la mamá de su hijo. En septiembre de 2013, el Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad de Buenos Aires acreditó la correcta aplicación de la Ley 26.485 ante la frase de Newbery: “Yo no voy a disfrutar, pero vos tampoco” mientras apuntaba con un dedo el entrecejo de su ex. El gesto no fue casual: denuncias anteriores manifiestan que “le pegaría un tiro entre los ojos”, en un contexto de violencia que se corroboró durante el juicio, según explica la jueza de grado en la causa.

Otra de las historias es la de Diego Bussolini, integrante de la agrupación Padres del Obelisco, que denunció estar tres años sin sus niñas porque “en 2011 me acusaron de violento (¡y no es para menos!)”. En el documental se puede ver a la hija mayor de Bussolini –adolescente, con su uniforme de colegio secundario– contándole al juez desde el asiento de un auto que se arrepiente de haber pedido “no estar ni necesitar ver a su papá”. Ese mismo papá que la filma y expone su imagen.

En línea con la falta de respeto (y de derechos), se muestran con desparpajo las caritas de los dos nenes de Sergio en una cámara oculta que armó a la salida del colegio. El pretende retirar a los chicos, se trenza con su ex mujer –a quien también escracha en el video secreto–, discuten, tironean, los chiquitos lloran, viene la policía, el papá no tiene permiso, se va. ¿Era imprescindible el show? ¿Cualquier fin justifica cualquier medio?

Por último, cabe mencionar las motivaciones personales de quien figura ante el Incaa como presentante y realizador de la película: Gabriel Balanovsky, productor y director audiovisual que lleva doce años sin ver a su hija. Según explicó a Comunicar Igualdad, a pesar de tener la guarda un juez penal lo acusó de sustracción de menores y lo encarceló más de un año en una prisión de máxima seguridad. En noviembre de 2001, Balanovsky interceptó a su hija mientras iba camino al jardín de infantes con el novio de su mamá y se la llevó durante once meses. El 30 de septiembre de 2005 la Sala III de la Cámara de Casación Penal decidió su excarcelación.

Pero no sólo los progenitores estarían “flojos de papeles” ante la Justicia. Las voces que en el documental se posicionan como autorizadas desde el saber para hablar de la obstrucción de vínculos tampoco podrían tirar la primera piedra.

El zócalo de Glenda Cryan dice que es psicóloga e investigadora del Conicet, y en su testimonio menciona la existencia de expedientes repletos de falsas denuncias. Nada cuenta, en cambio, de cuando la UBA cerró el Programa de Psicología Clínica para Niños y para Adolescentes de la Sede Regional Sur (en Avellaneda) donde trabajaba por sus técnicas de revinculación forzada de niños y niñas con el progenitor no conviviente en causas con denuncias de abuso sexual o violencia familiar. En el alboroto surgió también que Cryan ejercía sin registrar matrícula habilitante en la Provincia de Buenos Aires. Ups.

En los antecedentes laborales de otra de las especialistas, la también psicóloga Ana María Brusco, figura la coordinación de un equipo de mediación que “atiende SAP”. Posiblemente la licenciada no entró en la cuenta de que el llamado Síndrome de Alienación Parental no fue jamás reconocido por ningún organismo internacional –incluyendo la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Asociación Americana de Psiquiatras, entre otras–. Parece desconocer además que en nuestro país la Comisión de Familia, Mujer, Niñez y Adolescencia de la Cámara de Diputados rechazó la aplicación de este falso síndrome y de su terapia, y la Junta Ejecutiva del Colegio de Psicólogos de la Provincia de Córdoba declaró públicamente su ilegalidad en el ámbito clínico-jurídico.

Un punto aparte merece tratar de no repetir a la ligera el slogan de falsas denuncias. Como plantea Virginia Berlinerblau, médica especialista en psiquiatría infanto-juvenil y forense de la Justicia Nacional: “Etiquetar una denuncia como falsa, que habitualmente es interpretada como deliberadamente maliciosa, suele incluir a los casos insustanciados o infundados. Es decir, aquellos donde la evidencia no fue suficiente”.

Que se entienda: la idea no es desconocer u ocultar las batallas que se emprenden por tenencias y los casos en que un progenitor –mamá o papá– intenta predisponer a su hijo o hija contra el otro. Pero esa visibilidad no debería permitir mezclar todo en una misma bolsa, porque la desinformación (o mala información) puede terminar jugando a favor de personas que cometieron delitos aberrantes contra nuestros chicos.

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