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Lunes, 21 de febrero de 2011
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El debut de Diego Armando Maradona en Boca

A 30 años del Día D

Por Guillermo Blanco
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La húmeda escalera del vestuario visitante fue el breve escenario de un momento simbólico. “Esta camiseta es para Francis”, musitó con el cansancio producto de ese medio tiempo recién culminado y que significaba el final de un ciclo con cierre y reconocimiento incluido hacia la persona que más de una década atrás lo fue a buscar a la esquina de tierra de Azamor y Mario Bravo, en Villa Fiorito. Al ser guiado hacia el camarín de los locales, descansar diez minutos y ponerse la azul y oro, Diego Maradona iniciaría otro camino por el cual seis meses después disfrutaría su primera vuelta olímpica como profesional. El lugar, ahí nomás, en una oficina de esa mística Bombonera donde diez horas antes el recién llegado había firmado un contrato peleado como un titán por el entonces gordo Jorge Cysterpiller, apuntalado a su vez por Silvio, su hermano mayor y avanzado estudiante de Abogacía.

Ese viernes 20 de febrero de 1981 comenzaba a pagarse el pase a préstamo de Argentinos Juniors, por 4 millones de dólares en cuotas, un partido amistoso –ése, livianito empate en uno– y varios jugadores viajando hacia La Paternal (Randazzo, Rotondi, Zanabria, Salinas y Bordón). Además de otras cifras menores por porcentajes, Agremiados y deudas del club vendedor de las que el comprador se haría cargo.

No fue un pase menor. Significó la llegada del más grande jugador del fútbol argentino cuyo paso, como una ráfaga en el tiempo, sirviera para que se fijara en la historia como un tatuaje eterno. Con un tirón que lo limitaría durante casi toda su estadía allí, alcanzó su rendimiento para aportar tanto al título, que lo tuvo junto a ese gran talento nativo llamado Miguel Angel Brindisi como socio mayor. Se alternaron su condición de Gardel y Lepera y junto a un equipo compensado entre madurez y empuje juvenil logró lo que tanto su técnico (Silvio Marzolini), su manager (el trotamundos Luis Carniglia) y la intuición futbolera en general predecían.

Mientras tanto, allá en Núñez, los primos hermanos se lamentaban por no tenerlo y trataban de consolarse con la llegada de un desvencijado René Houseman para el Metropolitano, y luego con un incierto Mario Kempes para el Nacional. En la cancha, el principal escollo estaba pintado de verde. Era el Ferro griguoliano que arrancó con un 3-1 ante Sarmiento, con Cúper y Rocchia sosteniendo atrás, Cacho Saccardi como mástil central, Carlitos Arregui, Cañete y el uruguayo Jiménez –también Márcico– en el medio, y las corridas de Crocco y Juárez allá adelante.

Pero estaba escrito: en un partido decisivo en la Bombonera, un pase maradoniano a Perotti terminó en una victoria letal y de allí al título sólo hubo algún cimbronazo. Los mayores responsables en la construcción de la obra fueron, en forma repartida, Miguel y Diego, media rueda cada uno. Aquél ofrendando los últimos resabios de su fútbol grande, y Diego con todo su arte, aunque contenido por esa esquiva lesión muscular.

Recordará alguno de sus integrantes aquella caravana de regreso desde Rosario cuando en la penúltima fecha todo hacía prever que el título alumbraría a la vera del Paraná. Pero un penal errado por Diego y un gol de García para Central postergaron todo. Y ese todo llegaría ante Racing en la propia Boca, donde ahora sí un penal del arquero Vivalda al mismísimo Maradona fue la previa del gol que desde los once metros reivindicaría esa relación amor-odio del ídolo con los penales.

Como otra anécdota inolvidable –acaso la mayor de las futboleras– quedó aquella noche de lluvia en la Bombonera cuando, tras dejar arrodillado a Fillol, colocó la pelota pegada al poste izquierdo de un Tarantini travestido de arquero casual, tan impotente como todo ese River de Passarella. Jugada justa para el lucimiento de un desconocido relator recién llegado de Cardona, Uruguay, que había debutado en radio El Mundo justo el mismo día que lo hizo Diego de manera oficial, el domingo 22 de febrero, tarde de sol en la que Boca ganó 4-1 al todavía encumbrado equipo cordobés. Fueron sendos goles suyos, ambos de penal, y otros dos de Brindisi, como para no ser menos...

En un aviso de la época, Maradona, Julio Grondona (ya era presidente de la AFA desde el ’79), Fioravanti y Carlos Reutemann eran incluidos en el aviso pagado por Moyano Producciones. Y en una apostilla de El Gráfico, a manera de compensación, un escrito institucional elogiaba la “renovación” de la estructura de José María Muñoz, controvertido relator cuya gran tarea periodístico-deportiva histórica había sido desgastada por su propia inclinación hacia el poder de turno, nada menos que el de la dictadura que jugó tanto fuera del reglamento para masacrar al pueblo.

Y afuera de las canchas, entre lo que dejó ese año maradoniano, el de la primera época en Boca, hubo una de piratas, como la canción de Serrat. Por momentos el equipo pareció toser como un auto en tres cilindros, y una tarde se aparecieron en La Candela varios barrabravas liderados por El Abuelo, el ya fallecido José Barritta, y no lo hicieron para tomar mates. Prepearon mal a los jugadores más experimentados, y con un “pibe, quedate a un lado que con vos no es”, absolvieron a Diego de la apretada pistolera. Como se verá, este tema ya viene desde aquellos tiempos, como para sumarle diez más a los 20 de la frase tanguera y concluir en que 30 años no es nada...

La memoria recupera algunos mojones dispersos de aquellos días del ’81. Los primeros con todos los sueños de la novia nueva. Después el éxtasis de agosto y para un par de meses más tarde los deseos de dejar el fútbol que como una alarma llegarían desde Costa de Marfil, adonde Boca había ido a buscar dólares para pagar las cuotas de su adquisición. Quien esto escribe fue el único periodista enviado a aquella aventura africana, y a la vuelta del cuadrangular jugado y ganado en Abidjan, Diego confesó que quería bajarse, y no del avión que lo aguardaba en esa demorada escala de Lagos.

Era la parte oscura de una realidad que le guiñaba el ojo y que ya lo tentaba con la oferta nocturna de Buenos Aires, donde reinaban Pepe Parada y otros referentes clásicos, y por momentos comenzaba a cansarlo el ambiente crítico del fútbol y el compromiso mayor de tener que jugar y rendir siempre. Iba siendo succionado hacia un mundo que comenzaba a empujarlo hacia la raya. Pero éste es un jirón de una historia mucho más extensa, que por aquel entonces no daba para imaginar lo que se vendría.

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