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Lunes, 1 de septiembre de 2003
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La Gran Carrera

El Automóvil Club Argentino reedita esta semana su Gran Premio, el que sacudía al país mezclando deporte con geografía, con aquellas nobles máquinas que animaban una fiesta en las rutas.

Por Pablo Vignone
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La llamaban la Gran Carrera. En su momento de apogeo, en 1966, juntó 413 coches. Revolucionaba el país al tiempo que lo recorría íntegro. Las radios transmitían diez días enteritos, desde muy temprano, hasta entrada la tarde, en la época en que no había FM ni otra cosa para escuchar, y las transmisiones trazaban en el aire un paralelo de lo que ocurría en la ruta, compitiendo para ver quién ponía más aviones para seguir la carrera.
Si no hubiera existido la Gran Carrera tampoco se habría fundado ese mito conocido por varias generaciones, acaso desdibujado pero no del todo enterrado, llamado las Suecas. Se llamaban Ewy Rosqwist y Ursula Wirth, y parecían la más inofensiva de las tripulaciones con las que Mercedes-Benz asaltaba los polvorientos caminos argentinos en aquel lejano 1962 de Azules y Colorados.
Inofensivas. No sólo ganaron por muerte sino que además, después de cada etapa, bajaban impecablemente maquilladitas, aseadísimas, pulcras. El machismo llegaba empapado en aceite y, como si fuera poco, derrotado. ¡Cuántos mitos cayeron con la entronización de las Suecas!
Habían llegado a estas pampas exóticas desde la nórdica previsibilidad, y entre tantas cosas que les llamaron la atención, figuraban los indios. ¿Indios en el Norte? Sí; es que alguno de esos prontamente derrotados, que habían abandonado muy pronto la caravana de la carrera, decidió tomarse una pequeña venganza por semejante afrenta, y decidió mostrarse desnudo, y con plumas, al paso del coche alemán. Nadie pudo convencer luego a Rosqwist y Wirth de que lo que habían visto no era, ni por asomo, un indígena verdadero.
Era la Gran Carrera porque, al menos una vez por año, le permitía a cualquier émulo de Oscar Gálvez sentarse al comando de su propio auto, catramina o vuaturé, y partir a la aventura. De los más de 400 pilotos que tomaron parte en esas épicas ediciones de los ‘60, los profesionales se contaban con los dedos de la mano. Fernando Arana contó alguna vez -rescatado por don Alfredo Parga– cómo se esforzaba con su De Carlo en una cuesta catamarqueña, sólo para ser superado inexorablemente por un Chevalier cargado de pasajeros, que miraban a esos personajes de casco que se atrevían autodenominarse corredores. También trascendió aquella anécdota de la mujer que quiso esperar a su marido que estaba “dando la vuelta” (eufemismo clásico para designar al acto de completar la carrera) con un asadito, para lo cual buscó la parrilla en el cuartito del fondo. La parrilla apareció cuando el marido volvió: la había usado para proteger el parabrisas del coche...
Aquellos eran los años, parece, según recuerdan hoy los nostálgicos. Años de Fiat 1500, Peugeot 404, Renault Gordini, “galeritas” NSU, o hasta inefables microcupés como el Isetta de Domingo Corzo, un bichito de tres ruedas y apenas 300 cc de cilindrada que asombraba por la arrogancia que le oponía a los 5 mil kilómetros de carrera... Bueno, asombró hasta que se descubrió que, varios kilómetros después de la largada de cada etapa, Corzo cargaba su autito en la caja de una pick-up, y lo descargaba otro tanto antes de la llegada...
Cada noche, los autos se alojaban en el parque cerrado, normalmente recintos de cuarteles militares custodiados por conscriptos, mientras sus choferes descansaban (o intentaban) en las barracas. La soldadesca era voluble a los reclamos de los que querían efectuar reparaciones fuera de término, especialmente cuando algún billete estaba dispuesto a cambiar de mano. Era tan liviano aquel Isetta que una noche, con la complicidad del imaginaria de turno, varios voluntarios lo levantaron con sus brazos desnudos y lo pasaron por encima del alambrado. Terminadas las reparaciones, la misma operación se concretó a la inversa. Deporte puro.
Existía un Gordini al que su dueño no dejaba ni tocar, por temor a que se abollara la carrocería. La habían rascado tanto por dentro, para comerle el metal y alivianar el auto, que había quedado fina como un papel, y hasta una caricia habría delatado la tramoya. Eran años de picardía y también de grandes duelos, como los que crearon una mística entre los hinchas de Fiat y los de Peugeot. Entre los extranjeros y los argentinos. Aquella Gran Carrera fue un banco de pruebas sensacional para una industria automotriz argentina que daba sus primeros pasos, midiéndose contra la mecánica europea, como cuando Eduardo Rodríguez Canedo lo corrió con su Torino al Porsche 911 del polaco Sobieslaw Zasada.
A la Gran Carrera la ataron los mismos virus que liquidaron, por ejemplo, a las Mille Miglia italiana, un cóctel venenoso de velocidad creciente, demografía en aumento exponencial y caminos sin adecuación constante. En 1975, el Automóvil Club hizo disputar, por última vez, su Gran Premio.
Ahora vuelve. ¡Qué bueno! De otra manera, sin apretar a fondo el acelerador, pero con los mismos coches que alimentaron tantos sueños, incluidas las generosas cupecitas del folklórico TC. Este viernes habrá otra vez una rampa frente a la sede central del Automóvil Club Argentino, en la Avenida del Libertador, para recrear aquellas largadas nocturnas, en las que los bólidos salían pisando por Austria, y algunos terminaban sumergidos en la fuente que había en Libertador y la General Paz.
Ahora que el Rally de la Argentina, la carrera por el campeonato del mundo que fue el niño dilecto del ACA durante tantos años, se “cartelizó” en la organización internacional del mundial, el club siente más propio este Gran Premio Argentino Histórico, al que le han puesto una energía digna de una empresa titánica. Los cultores han respondido: habrá 275 autos en la largada, el viernes a las 22.
La Gran Carrera edición 2003 tocará, como entonces, Villa Carlos Paz, Mendoza, Catamarca, Tucumán, La Falda y Arrecifes, como punto final de la sexta y última etapa. A los cuentakilómetros de las nobles bestias se habrán sumado 4300 kilómetros en ocho días, disputados a velocidad regulada, pero con el espíritu redivivo de aquellos años en los que el deporte se entroncaba con la geografía. Años en los que vivir era más divertido.

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