Acaso el camino exitoso 
de seducción rumbo al centro del círculo concéntrico que 
fue Inglaterra a fines del siglo XIX y principios del XX nunca fue transitado 
por nadie con mayor ejemplaridad que por Joseph Conrad. Escritor polaco de lengua 
inglesa, había nacido en una Ucrania todavía más lejana. 
En el país de la excentricidad supo convertirse en el más excéntrico 
de quienes aún reclamaban el título de románticos. 
Jozef Teodor Konrad Korzeniowski, tal su nombre original, escribió trece 
novelas, dos libros de memorias y veintiocho relatos cortos. Contó para 
ello con una escritura firme y una psicología profusa, que arribaba sin 
esfuerzo a enfrentamientos simbólicos y universales: la lucha del hombre 
contra la Bestia, y el triunfo de las fuerzas morales sobre las materiales, 
o al revés. 
Muchas veces el mar de sus relatos marineros fue evocado en un plano común 
al de otros escritores clásicos: como fenomenología de la inmensidad 
de la existencia, del misterio que ofrecen los océanos, de las fuerzas 
que deben existir para cortejarlos. Muchos escritores tienen del mar una definición: 
es promesa, esperanza, renacimiento, pero también incertidumbre, pérdida, 
irrealidad metafísica. El mar es ese irrefrenable fantasma de la 
vida de Melville. O la pasión del propio Conrad que, iniciada 
misteriosamente, como toda gran pasión, continuó invencible y 
sorda a la razón, sobreviviendo a la prueba de la desilusión. 
En sus memorias, el filósofo español José Luis Aranguren 
anotaba que cuanto más quieta, lejana, sustraída al flujo del 
tiempo y la vida es la obra de un escritor, tanto más reconfortante puede 
resultar. Por eso son cómodas las obras canónicas: son tan formales, 
tan constantes, tan fieles a sí mismas. En cambio, las sujetas a debates 
y contradicciones dan mucho quehacer, no cumplen con su papel, y su volubilidad 
nos obliga a estar corrigiendo, reajustando, acomodando siempre de nuevo la 
vieja idea que teníamos de ellas.
La obra de Conrad, que conformó una unidad rara en su época, refracta 
hacia la nuestra una imagen completamente opuesta: no hay, todavía en 
el 2004, un cuerpo de conocimiento estable para juzgar un pequeño libro 
como El corazón de las tinieblas (1902), y las controversias que ha generado 
esta obra sobre una incursión europea en el Africa ecuatorial parecen 
admitir y aun reclamar la indignación. En este sentido, su obra continúa 
viva. Pero también es una obra sujeta a contradicciones, y representa 
uno de los tránsitos menos indoloros y más fascinantes entre una 
literatura del siglo XIX a otra del siglo XX. 
ESPERANZAS E IMPEDIMENTOS 
La teoría y la crítica literarias suelen sentir un profundo desprecio 
o un inmoderado cansancio por el siglo XIX. El mundo del siglo XX dio suficientes 
justificaciones para enterrar a la tragedia y suplantarla por el absurdo. Si 
la política y la economía promovieron desastres épicos, 
o insondables, o inexplicables, el arte entretantoprocuró muchas veces 
la idealización del absurdo, de la ironía y la parodia, de la 
absoluta falta de contenido de todos los poderes que determinan la vida de los 
hombres. Los temas y problemas que giran en torno a la obra de Conrad representan 
el último eslabón de una problemática muy siglo XIX: el 
de la destrucción de la sociedad feudal, de la sociedad estamental, que 
ha librado la individualidad de los hombres, pero con el resultado de que ésta, 
ahora, se ve convertida en tarea. Y la obra de Conrad representa el último 
eslabón porque esa tarea, la del hombre que tiene que convertirse en 
hombre para llegar a ser un individuo pleno, se cumple sin las convicciones, 
sin la eficacia que muestran autores precedentes. Cuántas vacilaciones 
se adueñan del Marlow de El corazón de las tinieblas. Cuántas 
ambigüedades carga el Lord Jim de la novela que lleva su nombre (1900), 
quien parece perseguido por un destino irracional, casi satánico. 
Por el exasperado aislamiento, que es el motivo central que recorre toda la 
obra de Conrad, por su concesión acerca de que la vida es sueño, 
por su pesimismo casi inclaudicable y una imaginación fértil para 
los desastres que ocurrirán a sus personajes, los adjetivos que vuelven 
una y otra vez sobre sus relatos son: inconcebible, incomprensible, inescrutable, 
impenetrable, indefinible, inexpresable, etcétera. 
UN POCO DE MALANDRAJE
Huérfano a los 12 años, Conrad abandona su patria a los 16 debido 
a la invasión rusa y se traslada a Marsella, donde se convierte en marino 
mercante en buques franceses. Lucha en España en las guerras carlistas. 
Trabaja luego en barcos comerciales ingleses. Se naturaliza inglés en 
1884. Continuó navegando, tras estar a punto de suicidarse. Es casi imposible 
exorcizar de los relatos de Conrad el fantasma de la autobiografía. Su 
primera novela, La locura de Almayer (1895), fue compuesta línea 
por línea, más que página por página, en parte, 
durante una estadía forzada en Londres; en parte, en interminables viajes. 
En Lord Jim se abocó a explorar dos temas en tándem: el del honor 
y del poder de la vergüenza. Un hombre, que de joven no se comportó 
como debía en un naufragio, carga en la adultez con todo tipo de reproches 
internos. Otros relatos de vida marina y escenarios tropicales son El negro 
del Narciso (1897, sobre un excitante, inquietante pasajero a bordo), Nostromo 
(1904, novela de dictador latinoamericano), o La línea de la sombra (1917, 
donde una nave en su derrotero bordea la literatura fantástica). En El 
agente secreto (1907), el anarquismo de los años de la preguerra amenaza 
con hacer estallar el corazón de Londres, mientras que Bajo las miradas 
de Occidente (1911) es la única novela de ambiente eslavo de este escritor 
polaco. 
Conrad, educado en Francia, pensaba en francés. Si una lengua es el modo 
de pensar y de sentir de una civilización, quien la utiliza adopta las 
categorías, los conceptos, las emociones de ella. Una civilización 
se encarna en el idioma, en las instituciones, en la mentalidad, en los modos 
de pensar y de sentir. Conrad adoptó Inglaterra y con ello la carga de 
una deserción, la de pensar con la lengua de la razón cartesiana 
en el país del capricho. Murió en Bishopsbourne, cerca de Canterbury, 
en 1924. 
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