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Sábado, 11 de mayo de 2002
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RESEÑA

Pubis angelical

Los primeros modernos.
Arte y sociedad en Buenos Aires a fines del siglo XIX.
Laura MALOSETTI COSTA
Fondo de Cultura Económica
Buenos Aires, 2001
456 págs. $ 39

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Por Raúl Antelo

Dice Gauguin en una carta a Charles Morice que su arte no debe confundirse con el del simbolista Puvis de Chavannes. Como pintor, Puvis es tan sólo un letrado, y no un hombre de letras. Mientras Gauguin quiere, quizás más legítimamente que otros, ser visto como un hombre de letras y no como un letrado. De allí que invente lo moderno como movimiento que se mueve hacia el movimiento.
Puvis tuvo un discípulo en Buenos Aires: Eduardo Schiaffino. Pintor (no muy dotado) de la vida moderna, Schiaffino fue funcionario que supo comprar obras con fondos públicos y dudoso gusto. Un anticuado, un vanidoso, un burgués. Un dictador del gusto, alguien que desde la dirección del Museo Nacional de Bellas Artes, la Comisión de Becas o el jurado de los Salones del Ateneo, controlaba el medio artístico argentino del que, por lo demás, fue su primer historiador.
Mediante esa caracterización esquemática, fundada siempre en rigurosas fuentes primarias, Laura Malosetti Costa traza no sólo la silueta de Schiaffino sino también el perfil de los primeros modernos en la Argentina. En efecto, la coalición nacional-estatal modernizadora, aquello que elípticamente conocemos como “el Ochenta”, es decir, nuestro primer liberalismo, fue letrado aunque no “de letras”. No fue intelectual. No fue imaginativo.
A esa modernidad se le opondrá luego otra, la de Gauguin, sí, pero también la universalista autóctona (Xul Solar, Torres-García) que no se define como letrada, aunque siempre aspire a lo intelectual, a un más allá de la evidencia.
Toda la aventura (el drama) de esos primeros modernos se contiene pues en escasos veinte años, desde la creación de la Sociedad de Estímulo de Bellas Artes hasta la fundación del Museo de Bellas Artes. Se la podría definir, usando una expresión de Eduardo Sívori, como la fusión de pintura bizantina y dibujo moderno.
Para dar cuenta de ese esquema híbrido, la autora recurre parsimoniosamente a los poderes de la imagen, situados en una zona de peligro, entre las posibilidades históricas de su aparición material y los efectos culturales de su manifestación visual.
En tal sentido, las imágenes de media docena de cuadros-emblema –Un episodio de la fiebre amarilla de Blanes, El despertar de la criada de Sívori, La vuelta del malón de Angel Della Valle o Sin pan y sin trabajo de Ernesto de la Cárcova–, cuadros de museo, imágenes escolares, funcionan entonces como nudos problemáticos de esa historia de la modernidad primera, auténticas “zonas particularmente densas y significativas de la red de relaciones que se fueron estableciendo entre artistas, críticos y público” a fin de siglo.
Los primeros modernos es, por lo tanto, un archivo. La principal virtud de esa condición es la de inhibir la visión dogmática. A partir del espectacular aparato bibliográfico e imagético reunido por la autora, muchas veces contenido en las reglas del arte que estipuló Bourdieu, se pueden sin embargo armar otros recorridos. Veamos una deriva posible.
Malosetti Costa, apoyada en el elogio de Payró a Después del baño de Schiaffino, piensa la intimidad de la toilette no como un juego erótico sino como un campo de batalla del arte moderno. Es así. Pero podríamos, sin embargo, suspender la disyuntiva (demasiado moderna) que nos propone la autora, entre la violencia estetizada del juego y la orientaciónideológica de la lucha, en favor de otras perspectivas más contramodernas. En ese sentido, un cuadro muy cercano al de Schiaffino, como El despertar de la criada (1887), ganaría otro relieve.
Es verdad que el cuadro de Sívori se inscribe, sin duda, tal como Malosetti lo recuerda, en la misma serie que uno de Courbet, Las medias blancas (1861), pero no menos válido es recordar otra tela de Courbet, El origen del mundo (1866), mucho más emblemática que la anterior, en que el cuerpo acéfalo de una mujer se reduce a un sexo en primer plano. No es una imagen de Puvis. Es la imagen de un pubis.
El origen del mundo, nos dice el pintor moderno, hay que buscarlo inter faeces et urinam. De allí sale toda una tradición cultural moderna y francesa: Apollinaire, Artaud, Bataille, hasta el mismísimo Lacan, dueño del cuadro de Courbet.
Se ha visto el gesto de Courbet como un ensayo de disminuir la distancia entre pintor y espectador (se habla incluso de la “feminidad” de Courbet); es lícito por tanto ver en la criada de Sívori a una semejante, o mejor, a una migrante (es la visión de Payró), una desposeída que tiene que servir. Sívori o Schiaffino, alegorizados en el despojamiento de esos cuerpos femeninos, serían así los protagonistas de esas obras, auténticos pliegues iconográficos de su ambivalente situación social.
Pero para que esa ficción de autoextrañamiento y de autonomía discursiva sea efectiva, digamos que, así como supimos ver el cuerpo desnudo (de quien, por convención estética, no debía verse desnuda) como un gesto que chocaba la sensibilidad del público poco moderno de Buenos Aires, cabría ahora ver ese cuerpo desnudo como un gesto no necesariamente vanguardista. Un gesto, por ejemplo, que sintoniza con los cortes futuros de Lucio Fontana, en cuanto descarga inaugural de una representación situada más allá de la materia. Un gesto a través del cual lo obsceno (lo situado fuera de la escena) pasa a contemplarnos y a definirnos como cultura.
La cultura de esos primeros modernos es, en efecto, la de un cuerpo sin sostén, pero que, pese a todo, no deja caer sus prejuicios, como el cuerpo de Courbet, sino que ensaya un púdico cruce de piernas ante la mirada del público.
Aun así, ese cuerpo descubierto es la imagen de lo desierto. Por eso, a esta serie, no digamos ya modernista, sino quizás contramodernista –en todo caso no letrada–, de hombre (o mujer) de letras, se le podría agregar La vuelta del malón de Angel Della Valle, donde el cuerpo de la cautiva vuelve a brillar como aquello que demanda sentido.
Con una metáfora a lo Conrad, César Aira llamó al malón “tifón humano”. El malón sería así la imagen pampeana del vértigo y el abismo (modernistas) en que los valores rituales (el cáliz o el crucifijo de la religión, pero también las fuentes de la tradición, las señales del arte) ruedan por el suelo.
Como bien señala Malosetti Costa, en la blancura obscena de la cautiva convergen las configuraciones iconográficas de los pintores viajeros, como Rugendas, y la energía mítica de la violencia conquistadora. Es decir que en esa imagen se superponen la laceración estetizada de un ceremonial erótico y la orientación ideológica de una lucha política. La potencia de esa imagen encierra, en fin, los poderes del horror, el abismo de la historia, el vértigo de lo híbrido.
Poco después del período aquí estudiado, en el invierno del 19, Marcel Duchamp trató de armar una exposición cubista en Buenos Aires. Un Armory show porteño. No pudo. Galerías indiferentes, museos ridículos. Encuentra sólo el reino –como escribe en una carta– de los Zuloaga o Anglada Camarosa, es decir, un coto de pintores letrados pero no de artistas.
Su contemporáneo Borges, que encarna singularmente la modernidad universal-autóctona, al revés de Duchamp, admiró, sin embargo, en ese primer moderno que fue Schiaffino, el testimonio fehaciente de la irónica y cortés prosa criolla, la prosa de Buenos Aires. Una modernidad conversadora. Una prosa más que letrada, de gente de letras. Con erudita competencia, Laura Malosetti Costa cruza de la prosa a la imagen (del Tabaré de Zorrilla a la cautiva de Blanes, de Payró a Della Valle), restituyéndole así a su arqueología de la modernidad primera, densidad y actualidad. Potencia.

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