Lunes, 20 de mayo de 2002
En buscadel tiempo resumido
MARCEL PROUST
Edmund White
trad. Jaime Zulaika
Mondadori
Barcelona, 2001
170 págs. $ 22
Por Rodrigo Fresán

Con el correr de los años, las biografĂas más y mejor autorizadas del escritor francĂ©s Marcel Proust –la de George Painter, la de Ghislain de Diesbach, la de William C. Carter, la supuestamente definitiva e insuperable de Jean Yves-Tadié– han ido creciendo progresivamente de tamaño como si, obligadas por el torrente incontenible de En busca del tiempo perdido, sintieran la vampĂrica necesidad de extraerle a esa vida inocurrente hasta la Ăşltima gota de sangre y tinta y, de ser posible, una verdad secreta. Una deslumbrtante revelaciĂłn que justifique y explique la gĂ©nesis y la autorĂa de la novela más literalmente ocurrente del siglo XX firmada por un hombre con cara de nada y cuerpo de alfeñique de 44 kilates que, sin embargo, reuniĂł ahĂ adentro la astucia de David y la potencia de Goliath.
Está claro que, hasta ahora, los miles de páginas sobre el descubridor de la novela/ensayo/memoir alternativa y de la metaficción pura raza no han hecho más que ahondar el misterio, glorificar el milagro y fortalecer la misma Gran Pregunta de siempre: ¿Cómo es posible que ese tipo haya podido escribir ese libro?
En este paisaje, y dentro de este misterio poco misterioso, las apenas 170 páginas de la biografĂa “por encargo” de Edmund White pueden parecer una boutade o nuevo agregado a la vertiente freak proustiana que reĂşne libros del tipo de CĂłmo cambiar tu vida con Proust de Alain de Botton, The Year of Reading Proust de Phyllis Rose, Proust de Samuel Beckett, o los involuntariamente desopilantes y patolĂłgicos recuerdos del ama de llaves CĂ©leste Albaret en Monsieur Proust.
Pero no. La breve pero exhaustiva biografĂa firmada por Edmund White -autor tambiĂ©n de una monumental vida de Jean Genet asĂ como de una trilogĂa de novelas autobiográficas y, sĂ, proustianas sobre la condiciĂłn homosexual en los Estados Unidos– cumple su cometido invirtiendo la fĂłrmula y reconociendo desde el vamos que lo interesante no es la vida de Proust sino lo que Proust hizo con su vida. AsĂ el “Mini Proust” de White cumple a la perfecciĂłn el rol de magdalena, losa despareja, sonido de cuchara contra plato, rigidez de una servilleta, produciendo en el iniciado las ganas demenciales de volver allĂ al recordarnos que tal vez ya vaya siendo hora de volver a leer el mejor libro jamás escrito sobre el verbo recordar. AsĂ el Proust de White atrapa para no soltar al reciĂ©n llegado que se detiene por primera vez frente a ese color amarillo en ese cuadro o escucha por primera vez esa sonata.
Si algo cabe reprocharle a White –gesto inevitable, despuĂ©s de todo se trata del mejor escritor gay en actividad– es la tendencia casi militante de volver una y otra vez sobre el costado homosexual de Proust (el culposo y vergonzante y negador Marcel sufrirĂa, seguro, un poderoso ataque de asma ante ciertas aseveraciones del norteamericano), aspecto que White siente que no fue tratado con propiedad o a fondo en anteriores biografĂas. Pero es una queja mĂnima que, finalmente, acaba dotando a este Proust de un rasgo propio y que lo diferencia de anteriores retratos.
Admirador confeso de la biografĂa del sĂşper-especialista TadiĂ©, White compara al “desmemoriado” Proust con un actor del MĂ©todo a la hora de recordar “sensorialmente” y termina reconociendo –final feliz– que “porextraña que pudiera haber sido la vida de Proust, Ă©sta ha sido eclipsada, como Ă©l esperaba, por la radiante visiĂłn que de la misma Ă©l ofreciĂł en sus escritos”, convirtiendo al autor y al personaje de En busca del tiempo perdido en el más sofisticado de los escritores populares o en el más popular de los escritores sofisticados a la hora de reescribir su realidad y su Ă©poca.
En este contexto, toda biografĂa de Proust funciona –o deberĂa funcionar, en un mundo mejor– más como tentador ojo de cerradura que obsesiva Piedra Rosetta. Lo de antes: la suya no fue una existencia apasionante, lo apasionante es su obra. La virtud de White, entonces, reside en la paradoja de hacerle ganar tiempo a aquel que se pregunta si debe leer o releer a Proust o continuar investigando su dĂas y noches. Lo que no implica que convenza a nadie. Otra vez: los insaciables y poseĂdos, claro, seguirán buscando en TadiĂ© y Co. un mensaje cifrado y personal mientras esperan el retorno del mesĂas; los principiantes saldrán a pasear por el Camino de Swann con un “Mucho tiempo he estado acostándome temprano...”. Y despuĂ©s unos y otros –al final, habiendo recobrado la totalidad del tiempo, vĂctimas del sĂndrome de abstinencia y contagiados para siempre– correrán y segirán corriendo, sĂ, en busca de TadiĂ©, de esas fotografĂas de Nadar, a inspeccionar con lupa ese viajecito a Illiers-Combray.
“Proust es el primer escritor contemporáneo del siglo XX porque fue el primero en describir la inestabilidad permanente de nuestro tiempo”, concluye White en la Ăşltima lĂnea.
Este pequeño gran libro –un par de horas terrestres sobre una obra a años luz de cualquiera de nosotros– es la perfecta e incontestable prueba de ello.
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