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Domingo, 14 de noviembre de 2004
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Esther Cross y un volumen de cuentos que explora sin artificios el corazón de la soledad.

Para saber cómo es la soledad

Kavanagh
Esther Cross
Tusquets
172 páginas

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POR JUAN IGNACIO BOIDO
Puede que ya no haya grandes milagros literarios, pero todavía quedan libros capaces de una magia modesta –y a su manera, Kavanagh es uno de ellos. Hasta ahora, Esther Cross venía explorando las vidas de personajes signados por alguna forma de peculiaridad: renacentistas en Crónica de alados y aprendices, muertos en La inundación, enanos y hasta dragones en los cuentos de La divina proporción, asesinos de obras de arte con orejas puntiagudas en El banquete de la araña. Sutil, perceptiva y austera, estas peculiaridades resaltaban en sus libros con la gracia de un capricho, que disimulaban –sin empañar– la sensibilidad sobre la que se sostenían realmente. Por eso, Kavanagh bien puede ser una sorpresa tanto para quienes nunca leyeron a Cross como para quienes la vienen leyendo. Despojada de toda forma de ingenio, en este libro, Cross parece dispuesta a torcer lo que ya se delineaba como el rumbo inequívoco de un proyecto literario, para adentrarse, casi en voz baja, con una gracia más doméstica, en una forma de peculiaridad mucho menos fantástica y estridente que late, opaca pero irreductible, en el centro de las vidas más comunes: la soledad.
En principio, Kavanagh parece un libro de cuentos unidos por protagonistas cuyas vidas transcurren entre las paredes de ese edificio que se ha ido convirtiendo en un monumento y un símbolo de nadie sabe muy bien qué: un marido que regala la ropa de su mujer muerta, el encuentro con una humillación del pasado, las vicisitudes de un matrimonio vecino captadas durante fugaces y recurrentes viajes en ascensor, el vacío de una casa en la que antes eran dos, oscuras reuniones en una habitación de hotel al otro lado de la ventana, la integridad con que un hombre acepta su ruina y el abrigo emocional que, desde lejos o desde cerca, sólo una mujer puede ofrecer. Por su capacidad anecdótica, por la variedad armónica que los puebla, por la modestia con que se desenvuelven, por la delicadeza con que capta cada una de esas soledades, cada cuento puede –y merece– leerse de manera autónoma. Pero eso sería, también, como ver una película sin música: porque es en los intersticios, en el modo en que Cross entra y sale de cada cuento como el hilo que los cose al lomo del libro, donde, de a poco, va apareciendo el verdadero dibujo de estos once cuentos tejidos por una misma voz, la silueta de una voz que mira el mundo, que lo escucha en los susurros que llegan desde el otro lado del palier y en esos inevitables intercambios de información que constituyen el más fugaz encuentro con el portero. Una voz para la que la mejor manera de estar sola es entregarse a mirar el mundo, a aventurarse cada tanto en él como quien lleva todo el tiempo anteojos oscuros, y que se va convirtiendo así, de a poco, sin estridencias ni indiscreciones, en testigo de soledades ajenas, y que en las estelas de esos encuentros, como barcos que se cruzan y se saludan desde lejos, va construyendo el mapa de su propia soledad. Se los cruza, los conoce, los escucha, aprende de ellos, y, aferrada a la compañía de su perro, muestra esas relaciones que se tejen de una materia tan delicada como la gentileza entre desconocidos. Del mismo modo, nosotros la vamos conociendo a ella.
Tal es la modestia de su magia: una literatura que se aventura ahí donde la inteligencia ya no es consuelo, en esa tristeza tibia y profunda que sobrevive al llanto, con una mirada que se anima a flotar lúcida pero gentil sobre el inasible tejido emocional que sostiene a sus personajes. Si las paredes hablaran, en este libro se las escucharía suspirar.

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