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Domingo, 6 de febrero de 2005
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Una novela y 32 relatos conforman la summa narrativa de Juan José Hernández ahora reunida en un solo volumen. Desde ya, es una excepcional ocasión de acceder al interior de la obra de un autor ¿del interior?

Recuerdos de provincia

La Ciudad de los sueños
Juan José Hernández
Adriana Hidalgo
414 páginas

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Por Alicia Plante

En La Ciudad de los sueños –la breve novela que abre este volumen– nos espera solamente el indispensable dramatismo explícito, porque Hernández prefiere insinuar o asomarse al borde y que el lector hiera su propia carne con imágenes que él le proporciona pero no le regala. Nadie muere ni se mata en esta historia, el dolor es recatado, las pérdidas y las humillaciones son discretas y pueden disimularse todavía... Matilde –a quien conocemos en 1944– deja finalmente la provincia y sufre de pobreza y soledad pero arde en radiantes fulgores urbanos: “Yo quiero los bienes de la abundancia y del amor aquí y ahora. Y lucharé para lograrlos con todo el odio de que es capaz mi corazón”. Atrás quedan los que persisten, por un lado Alfredo Urquijo y el desconcierto del rechazo, la tristeza del ridículo, por otro la abuela digna y admirada, navegando como puede la inutilidad de un prestigio marchito, los esfuerzos del abolengo por ocultar su ocaso.

Sin cambiar sensiblemente de clima ni de ambientación, a continuación de la novela nos deslizamos a los treinta y dos cuentos que completan la presente edición de la narrativa de Hernández. Respecto de su constancia temática hay algo del autor que se vuelve evidente en cuanto uno tiene el libro entre las manos: que se trata de un hombre del interior, y tan acostumbrados estamos los argentinos a esta forma generalizada de definir ese territorio inmenso y sin límites precisos que no pertenece al área de influencia del puerto de Buenos Aires, que decir “del interior” remite de inmediato a “las provincias”. No a todas, claro. Me parece que nadie incluiría a Tierra del Fuego, por ejemplo, en la categoría de “interior del país”. Y sería deseable ahondar en el significado, en la intención del concepto, establecer de una vez por todas qué se quiere decir, qué estamos repitiendo. ¿Tiene un sentido paternalista, excluyente, discriminatorio? ¿Es peyorativo? ¿Qué origen tuvo, cómo se acuñó y en qué contexto histórico? ¿Lo usa la gente... del interior? Mmmm.

Pero bueno, mientras se confirma que no es “políticamente correcto” recurrir a la expresión, digamos que en este caso tiene una carga, una acepción adicional que justifica su uso porque Hernández es del interior, pero su “interioridad” no termina en su ser tucumano. En general escribe sobre la gente y sus costumbres: “...un rincón como de otra época: atmósfera de luces fracasadas con tranquilos espejos en donde se insinuaba un bulto enorme, unos velos oscuros, un abanico lento...”, y cuenta de sus casas, sus patios, sus calles: “...en los balcones brillaban débilmente los pequeños altares, los santos y los demonios de esas vidas de orgullo y de malicia...”, y alude de perfil a los deseos inciertos, sin rostro, que les desasosiegan y les agigantan el alma: “...de pronto volvió a sentir el apremio de aquel deseo y tuvo la certidumbre de que jamás llegaría a satisfacerlo”. Y aún agrega: “No sé lo que es. Nunca sabré lo que es...”

De su mano confirmamos lo que cambió con el tiempo, con la historia, y lo que no cambia nunca, lo que enorgullece y lo que aburre y también lo que no se puede evitar en las provincias que conforman esa difusa región mental. Porque Hernández se mete con ellos, en su interior se mete, con retratos que en un primer momento –muy fugaz– pueden impresionarnos como meras descripciones, simples puestas en escena, una iconografía de prototipos, el paradigma de la adolescencia estupidizada por el calor, la histeria y la tilinguería provinciana.

Mientras el desfile avanza página a página hacia nosotros, Hernández empieza a golpearnos suavecito con toques de belleza, y son tan tenues y ala vez tan definitivos sus colores, es tan delicada y piadosa la forma en que se completan sus tramas, tan necesaria, que los personajes, tiernos, detestables, palpitantes de mediocridad, cobran vida y se instalan en otro interior: el nuestro. En Hernández no encontraremos sofisticaciones verbales ni estratagemas del oficio, no hay un modelo para armar, todo es trasparente en las figuras como cuadros de Figari, y cada tanto estalla, elemental y sin alardes, la pura poesía: “Por la sombra redonda del naranjo pensó que sería la una”.

Este volumen es además una visión que se abre desde una perspectiva menos frecuente: la del interior no protagonista en esa etapa nuclear de nuestra historia que comenzó en la década del 40. Hernández se remonta a 1944. Más o menos. No pone muchas fechas, no hay hombres de bronce ni apellidos reales ni mayores precisiones, no incurre en planteos ideológicos ni políticos. Pero habla de política, claro, porque cuenta lo que según él la historia le hizo a la gente común. Y no son pocos ni todos iguales los que asoman la mirada de frente o de reojo. Ni se confunden: la clase alta, la clase media y la clase baja no son iguales ni pretenden lo mismo ni al mismo precio, sencillamente porque no se sostienen de igual manera. Sin embargo, en los relatos de Hernández las mezquindades y los rasgos de grandeza parecen girar hasta convertirse en rasgos intercambiables en el escalafón de humanidades.

El desfile termina de acercarse y aquí y allá, como flores excesivas, aún nos salpica la belleza: “a través de la muselina se adivina el vientre, la clásica penumbra del ombligo...” y todavía más: “Está solo, hace frío y ella duerme. No dan ganas de vivir en una casa tan triste”.

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