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Domingo, 27 de febrero de 2005
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En su thriller debut, el irlandés John Connolly combina la sordidez del policial negro con los espasmos del mundo serial killer.

Las muertes de un viajante

Todo lo que muere
John Connolly
Tusquets
426 páginas

Por Mariana Enriquez
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La primera novela de John Connolly –irlandés, periodista de The Irish Times– fue comparada con El silencio de los inocentes de Thomas Harris y promocionada como una fábula moral de oscuridad insondable, a tal punto que el autor recibió la friolera de 350 mil libras por el debut y las dos secuelas, Dark Hollow y The Killing Kind. Es muy injusto usar la vara de Harris para juzgar cualquier thriller de asesinos seriales –subgénero del policial que domina el mercado desde hace años–, y por cierto Todo lo que muere no está a la altura. Pero tampoco hay muchas novelas que lo estén. Connolly es dueño de una prosa minuciosa, experto en descripción de escenarios, con un gusto chandleriano por las comparaciones; un buen alumno que cumple, pero por el momento es incapaz de alcanzar a sus maestros.
El protagonista de Todo lo que muere es un ex policía puesto a investigador privado llamado Charlie Parker, guiño evidente con el que Connolly de alguna manera pretende demostrar que no hace falta ser norteamericano para conocer al dedillo las reglas del policial negrísimo. Charlie (o “Bird”, como se hace llamar) tuvo que dejar el Departamento de Policía de Nueva York en circunstancias desafortunadas: su mujer y su pequeña hija fueron desolladas vivas por un asesino despiadado mientras él se encontraba fuera de casa, emborrachándose. Ya sobrio y francamente desesperado, Bird se lanza a la búsqueda del asesino, al tiempo que acepta investigaciones privadas que lo pondrán sobre la pista de una familia mafiosa italiana, unos pedófilos asesinos y una chica desaparecida en un pequeño pueblo de Virginia que lo conecta con el asesino de su familia, el Viajante.
Siguiendo las huellas del Viajante, Bird se va a Nueva Orleans. Entonces la novela pierde algo de seducción, porque Connolly elige la presentación más convencional de la ciudad sureña: la decadencia, los miasmas de los pantanos, el clima de putrefacción y humedad, ciertos aspectos sobrenaturales. Lo acompaña en la búsqueda una pareja gay de asesinos a sueldo, Louis y Angel, amigos y guardaespaldas; también lo sigue hasta el sur Rachel Wolfe, una psicóloga forense. Hay tiroteo en cementerios, buceo en los pantanos, una anciana negra que tiene visiones de chicas asesinadas, caimanes. Connolly lo hace bien, pero no puede evitar ciertos lugares comunes de la mirada turístico-mítica de la ciudad y la narración pierde fuerza. También le hace perder el pulso el uso constante del flashback, que están bien construidos pero desorientan demasiado, sobre todo cuando no se relacionan con la subtrama de rigor.
Connolly es mucho mejor cuando pisa el terreno que mejor maneja: el gore. Como en la mayoría de los thrillers con asesino serial, aquí abundan las autopsias y el apoyo en la evidencia forense. La descripción de los crímenes –de lo más asquerosos y violentos que se pueda imaginar– es notable y espeluznante. Mucho menos eficaz es la construcción del asesino serial como un excéntrico embarcado en una cruzada moral, muy cercano al personaje de Kevin Spacey en Pecados capitales. La revelación de su identidad es una de las mayores decepciones de la novela.
Todo lo que muere es demasiado errática para resultar apasionante. No explora terrenos nuevos ni sorprende. Pero Connolly es un escritor competente y, cuando consigue mantener la tensión, induce la compulsión de dar vuelta la página, y puede dotar a sus personajes de ambigüedad y verdadera hondura. Un thriller fallido de un escritor con potencial.

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