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Domingo, 27 de febrero de 2005
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Guillermo Cabrera Infante (Gibara 1929 - Londres 2005)

Vista del atardecer en el trópico

De regreso de La Habana, donde fue jurado del premio Casa de las Américas, Luis Chitarroni despide al gran escritor cubano muerto de septicemia en un hospital londinense el 21 de febrero pasado.

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Por Luis Chitarroni

Mientras caminaba por La Habana, Habana Centro, Zulueta, Trocadero, la calle Neptuno, el Hotel de Inglaterra (del que se ha apropiado ya Pedro Juan Gutiérrez para nuestro GG ahí), iba pensando en esta ciudad en la memoria del gran jíbaro de Gibara, el gran Caín. Pensaba en él enfermo porque alguien me había dicho antes de que yo viajara a Cuba que GCI estaba enfermo, que “entraba en diálisis”, los tecnicismos más aterradores que las enfermedades, y pensaba en él porque hace más de treinta años que pienso en él, que escenas, ciudades, sobre todo palabras me remiten a sus gustos, sus obsesiones, su prédica de la vulgaridad, el cine (el cine del Infante difunto, las ciudades, las escenas, el verso de Pope eternal sunshine of a spotless mind), pensaba que la ciudad amada se estaba extinguiendo en esa memoria que supo como ninguna amarla, trazarla, decirla, y que yo, quedándome sin palabras, iba a extinguirme también, iba a terminar yéndome como una de esas cosas que se escurren, un hombre menguante, por ese agujero negro que la noche es (¿un hueco sin borde quería titular Tres Tristes Tigres?). Sí, y que la queja por asepsia en un hospital de Londres proferida con exactitud como venganza por Miriam Gómez contra esa larga ausencia del país natal, isla tan bella (“ahí está”, escribió él cuando estaba aquí, antes de que la vela de Lewis Carroll se apagara), me alcanzaba sin haber pedido disculpas yo por haber invadido jurisdicción tan plena y propia de él, de ellos dos, piropos de prosapia priápica proferidos muy tarde ya, demasiado lerdos para una necrológica, demasiado opacos para una elegía, demasiado desordenados, en todo caso, para hacer otra cosa que lamentar la muerte del gran Maestro e Imitador de Voces, del hombre que nos enseñó a leer de nuevo cuando dijo que “literatura es aquello que se lea como tal” y del que pudo con alguna anécdota atesorada dejarnos conocer la honradez de Lino Novás, el paso rápido de Enrique Labrador Ruiz, el sueño habanero de Calvert Casey. Abundar, entonces, para tranquilidad de su celo, de su bella atención paranoica de Cónsul de Lowry aquejado de castroenteritis que le hace burla a Graham Greene. Abundar, entonces, que es lo que uno sabe hacer cuando el otro calla “por muerte, por ausencia, por cambio de costumbre”. Los habaneros hablan con la boca llena de humo: han aspirado el mundo que les sale en forma de palabras y el tabaco o cigarro que les dará forma a los únicos personajes de la literatura con los que vale la pena encontrarse, los fantasmas. Los aforismos periodísticos son los que se pudren con mayor facilidad, pero tal vez la muerte haga el último esfuerzo por ponerse a la moda y logre así parecerse a la literatura. Le estaremos muy agradecidos. Por lo demás, Stendhal y Barthes tenían razón: no se puede hablar de lo que se ama.

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