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Domingo, 20 de marzo de 2005
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Cuentos de amores, mujeres y primeras personas

Es amor lo que sangra

El poeta que sangra
Ana Quiroga
Ciudad de Lectores
130 páginas

Por Jorge Pinedo
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Más que dificultades han de ser riesgos los que entraña la utilización de la primera persona como voz narrativa: la identificación del lector, positiva o negativa, es capaz de desencadenar tanto un enamoramiento de pirotécnica fugacidad como un repudio apresurado que lleve a clausurar la lectura. Toda vez que dicha voz es, además, la de una mujer, el desafío puede multiplicarse.

“Supongamos que en vez de conmigo te hubieses encontrado con el diablo. Estábamos en la cama y Ezequiel me miraba con los mismos ojos del día del subte y me abrazaba. Supongamos que te ofrece las dos cosas que vos más anhelás en el mundo: el amor de un hombre y escribir un cuento inolvidable.” Sin zancadilla literaria, golpe bajo afectivo y/o slogan políticamente correcto, hay una mujer que escribe, Ana Quiroga, y al hacerlo plantea un universo que se explaya a partir de la aldea de su propia condición anatómica. Al situarse en tanto autor se apropia de la historia y el lenguaje que le acompaña de modo tal que puede proponer dos primeras personas (la de la voz narrativa y la de interlocución en el diálogo), cada una con su propio habla. Como en el párrafo arriba citado, El poeta que sangra conjuga tramas y personajes en amores siempre plurales y, por ello, verdaderos. Lejos de resultar una praxis contraproducente, el amor al partenaire y a la literatura, dado el caso, se desdoblan en otros tantos amores que jamás llegan solos. Historias de amor que destierran el romanticismo adolescente que idealiza la pasión químicamente pura, arcana con respecto al tiempo, a la historia, a las creencias, en fin, a la diversidad de la vida misma.

Los cuentos de El poeta que sangra se animan a hacer desfilar diecisiete personajes, buena parte (pero no en su conjunto) mujeres, que narran, pero no siempre, su propia zaga, dejando a la mujer que escribe el acto permanente de libertad que es su propia, apropiada escritura. Acaso éste sea el más notorio salto cualitativo de Ana Quiroga con respecto a su anterior producción (Dormir juntos una noche), donde lo que se vislumbraba como exploración ahora emerge como estilo. Giro que le permite instalarse en la letra de una mujer policía que se enamora del sospechoso de asesinato al que sabe culpable, en la anciana a la cual el temor no menos que los años la empujan hacia la muerte, en la reina indígena que se hace filicida, en la mística que se encarcela para huir del misticismo, en la burguesa aburrida pendiente de las vibraciones vaginales de sus congéneres, en la mujer incapaz de descubrir un mundo más allá del espejo en que ve pasar la realidad que transita a sus espaldas. Todas ellas y ninguna, poco importa, dado que la obra adquiere, a fuerza de estilo, una mayor magnitud que la persona latiente detrás de la autora: “Puedo predecir las líneas que dibujarán el fin de este relato, pero me atormenta imaginar qué final me aguarda a mí. La convicción de que mi vida estará ahora marcada, para siempre, oscilando entre una y otra conquista, me perturba de antemano”. Final que puede ser tanto el de la muerte como el de la vida, conquista capaz de ocupar el cuerpo de un hombre tanto como un continente, tormento que en cualquier instante puede disolverse en perturbación, constituyen giros que exigen frases cargadas, de puntuación milimétrica y prudente reescritura. Trabajo al cual, una vez más, Ana Quiroga no le escapa.

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