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Domingo, 27 de marzo de 2005
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Voces múltiples de una novela premiada.

Los muertos que hablan

Melincué
María Cecilia Muruaga
Editorial Municipal de Rosario
156 páginas

Por Martín De Ambrosio
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Siempre el que está muerto es el mejor. Esa premisa se cumple a la perfección en Melincué, ópera prima de la profesora de letras María Cecilia Muruaga. Sobre la mitad de la novela, y luego de pasar por los testimonios de quienes lo han conocido, aparece el futuro finado –todos saben, incluso él, que morirá pronto– y su potente voz, lejos de la autoconmiseración y cerca del desprecio general, inunda todo el relato. Ser tan consciente como lo es el lector de lo que se le viene no le impide al personaje la indagación metafísica, ni mostrarse irascible u odiar como corresponde a los más miserables de entre sus amigos (o, en fin, de esa gente que suele frecuentarse con menos placer que resignación).
Así es que Melincué, más que de capítulos, está hecha de fragmentos. Por momentos esa fragmentariedad –además de la obvia referencia a Boquitas pintadas y otras novelas de Puig– hace recordar a la Rosaura a las diez del olvidado Marco Denevi, en la que se reconstruía un crimen a partir de las distintas versiones que aportaban en primera persona todos los involucrados. De Rosaura..., Muruaga toma esa pluralidad de voces que van armando poco a poco el conjunto. Como en una especie de singular simbiosis, lo que hace Muruaga en su primera novela no es reconstruir un asesinato sino la vida no especialmente extraordinaria del difunto (aunque como se dijo, sí lo son sus opiniones). Por supuesto, las voces tienen que ser suficientemente diferentes como para justificar los cambios del punto de vista. Y Muruaga lo logra por momentos.
En otras ocasiones, la autora elige el árido camino de reflexionar sobre los personajes antes que dejarlos actuar. Esa tendencia al ensayismo detiene un poco la trama (que tiene momentos de gran agilidad). En cambio gana cuando la hija del finado principal describe los restos del pasado de Venado Tuerto, adonde vuelve renegando en busca de la herencia del padre y chocándose con los recuerdos en cada esquina. Así es que la novela se va cerrando progresivamente sobre el círculo familiar y queda resignificada esa enorme y negra figura del padre todopoderoso.
Melincué –que obtuvo el primer premio del Concurso Municipal de Novela Manuel Musto de Rosario en 2004– plantea lo mismo que Golpe de aire de Miguel Vitagliano: el dilema de cómo recordar a los muertos y, si es posible, despojarse del lastre que dejan. Los sucesivos personajes de esta novela que hablan en primera persona ejercen la necrológica, pero –eludiendo la prescripción del género, una sutil variante del elogio– aquí lo que aflora es más bien el recuerdo no siempre despojado de cinismo. La muerte, aquí también, es algo así como la excusa perfecta para la reconstrucción de las singulares vidas de pueblos y ciudades (la Melincué del título, Venado Tuerto, Rosario) y, sí, típicas de la clase media argentina.

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