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Domingo, 24 de abril de 2005
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Memoria o autobiografía, El tiempo de una vida es un novedoso ensayo novelesco donde el propio autor tiene el protagónico a través del relato de la infancia, la juventud y la madurez de un solitario irreductible.

Las edades de la razón

El tiempo de una vida
Juan José Sebreli
Sudamericana
320 páginas

Por Claudio Zeiger
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Cuando se anunció que Sebreli estaba a punto de publicar su autobiografía, algo que acaba de concretarse, alguien podría haber pensado que en verdad ya estaba hecha. De forma heterodoxa, como suelen ser sus libros, la recopilación de textos Escritos sobre escritos, ciudades bajo ciudades (1950-1979) vendría a hacer las veces de autobiografía, memorias, biografía intelectual. Y en gran parte, esta nueva entrega llamada El tiempo de una vida es un complemento, un poco más personalizado, a aquella excelente antología, una “vuelta de tuerca” sobre lo ya escrito a lo largo del tiempo de esa vida, como afirma el propio autor. Sin entrar en disquisiciones acerca del género –memoria o autobiografía– de las que el mismo Sebreli se ocupa en el prólogo (con su costumbre de no dejar cabo suelto) podría decirse que más ampliamente estamos frente a un ensayo del cual el autor es en gran parte el protagonista. Un ensayo no carente de atractivo novelesco, de novela de aprendizaje contada al final del camino y, sobre todo, de rescate arqueológico de un tiempo que por momentos parece tan lejano que da la impresión de pertenecer a otras vidas, en otros mundos. Y ese exceso de lejanía, esa distancia máxima, no sólo puede adjudicarse a los tremendos cambios que ha sufrido la civilización desde los años 30 hasta nuestros días, sino también a un recurso literario/sociológico de Sebreli, aprendido, casi seguro, en la “sociología proustiana” de la que se considera admirador y seguidor: la evocación llevada hasta las últimas consecuencias, reivindicándose prácticamente como el último testigo vivo de un tiempo ido, irrecuperable, irrepetible, pero, desde ya, necesariamente narrable, rescatable.

El tiempo de una vida está dividido en tres partes: “Infancia”, “Juventud” y “Madurez”, las dos primeras sensiblemente más extensas que la última. Un gran mérito inicial ostenta el relato de la infancia. Por un lado, se sabe que suele ser la parte más plomífera en la biografía de un personaje conocido, en buena medida porque no se reconoce al personaje en el niño. Aquí, en cambio, es altamente reconocible Sebreli en ese chico apartado y solitario encerrado en estrechos interiores del barrio de Constitución, hipersensible y soñador, siempre instalado en el momento del desajuste con la vida “normal”. Hay atisbos del intelectual plebeyo e inmigrante, marginal aunque no por eso perdedor, en el adolescente que comienza sus lecturas autodidactas y omnívoras. Pero sobre todo, el relato de infancia tiene una coloración, una textura, que le da autonomía y rango literario a esas cien páginas tituladas El paraíso perdido que nunca existió.

La parte dedicada a “Juventud”, eje y centro de estas memorias, oscilan entre el indudable interés y la lograda síntesis de varios de los capítulos que la componen (la etapa de Sur, Contorno, Carlos Correas, Masotta, las lecturas filosóficas y literarias, la bohemia de Viamonte y Florida) y un tono general un tanto distraído, de piloto automático, en parte porque ya lo había contado en distintos artículos y ensayos (básicamente en el ya citado Escritos sobre escritos, ciudades bajo ciudades). Así que para el seguidor de Sebreli no habrá demasiadas sorpresas aquí, ni siquiera en las confesiones sexuales, que las hay, pero tan filtradas, tan elusivas entre la caracterización sociológica del “chongo” de los ‘50 o la descripción sobre los lugares de encuentro (cines, estaciones, etc.) que lo llevan a algunos remilgos llamativos para alguien que ha escrito una Historia de la homosexualidad en Buenos Aires. “Sé bien que es poco elegante mencionar esos lugares, nada bellos ni decorosos, y hacerlo contribuirá, sin duda, a justificar el rechazo y el asco de los homofóbicos. Presumo además el partido que algún lector mal predispuesto podrá sacar en mi contra. Pero mi intención ha sido ser sincero y no puedo desconocer que el baño cumplió, para el adolescente homosexual de la primera mitad del siglo pasado, la misma función que el burdel para el heterosexual; fueron espacios para el rito de pasaje y salón de fiesta no autorizado de la sexualidad reprimida”, concluye al referirse a los enclaves clandestinos, como saunas y baños turcos. Por otra parte, Sebreli parece compartir con Correas la idea de que la homosexualidad es para la extrema juventud, ya que no hay referencias a la cuestión relacionada con la madurez.

Hay algo con el estilo del Sebreli de El tiempo de una vida. Según relata en la transcripción de una carta, Masotta le reprochaba que el distanciamiento entre ellos era por culpa de “ese lado tal vez irremediablemente seco de tu personalidad”. Más allá de calibrar el nivel de sequedad o humedad sebreliano, bien podría señalarse una evolución del estilo de transmisión del autor hacia un racionalismo tan omnipresente que las pasiones deben pagarle excesivo peaje para transitar la autopista. Por eso mismo, la parte final dedicada a la “Madurez” alcanza seguramente tal nivel de claridad y eficacia, al transmitir algo así como la síntesis insuperablemente lúcida, límpida, de la dialéctica de su propia vida.

El uso de la propia vida como materia ensayística es, sin dudas, un gesto original, y no carente de riesgos. Con sus logros parciales (sobre todo con el desnivel planteado por la parte de la infancia con respecto a la de la juventud) este nuevo libro de Sebreli suma riesgo y controversia, los gestos ensayados desde hace tanto tiempo por el niño, el adolescente, el viejo Sebreli.

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