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Sábado, 30 de abril de 2005
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Nota de tapa

El hombre del siglo

Acaba de publicarse en la Argentina la versión definitiva de la obra cumbre de Robert Musil. El hombre sin atributos (Seix Barral) es uno de los libros más admirados por otros escritores del siglo XX, y cifra de una relación intensa y angustiante con la literatura concebida como suma de vida, ensayo y ficción.

Por Javier Lorca
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El atractivo del psicoanálisis, su fama y su aceptación, provienen quizá de su capacidad para democratizar el heroísmo y la tragedia, para arrebatarle a la aventura su aura elitista e inyectarla en lo más íntimo de la apagada vida burguesa. Muerto Dios, en un mundo desacralizado por la ciencia, la teoría psicoanalítica apareció y dijo: los dioses combaten en el interior del hombre, en lo profundo de toda persona habita el drama y grita el deseo.

La génesis de esa idea –desarrollada hace algunos años por Ricardo Piglia– fue tempranamente planteada por Robert Musil en su descomunal e inconclusa novela El hombre sin atributos, la más ensayística y nietzscheana de las novelas, acaso la más ignorada de las grandes obras literarias de principios del siglo XX, cuya versión definitiva acaba de llegar al país. Al austríaco Musil no le caían nada simpáticas las teorías de su contemporáneo Freud. Frente a la épica de la subjetividad propiciada por el psicoanálisis, frente al hombre moderno que la racionalidad científica ha cosificado y dejado vacío, sin esencia detrás de sus circunstancias, sin una verdad última a la que remitir su vivir, Musil proyectó una salida. Inventó un nuevo héroe, amoral y nada romántico, que busca erotizar la razón, un hombre potencial que se atreve a asumir la multiplicidad de alternativas que ofrece la realidad, el que acepta todo pero no se deja celar por nada, el hombre sin cualidades que alberga todas las posibilidades sin dejarse determinar por una unidad que las reúna. “El hombre cuyo yo está en busca de su mí” es la traducción que (en inglés) George Steiner sugirió para el título del libro.

Por su vastísima variedad de temas, por su complejidad y erudición enciclopédica, El hombre sin atributos puede aceptar las más diversas lecturas e interpretaciones, incluso las más contradictorias. Críticos y comentaristas no se las han ahorrado. Con más de 1500 páginas, la novela es un monstruo que se devoró a sí misma y a su creador: Musil trabajó en ella más de veinte años y murió sin poder terminarla, corrigiendo y reescribiendo obsesivamente. “Todo lo inteligente termina cancelándose a sí mismo”, opinaba él.

La trama y los personajes de la novela, el trasfondo histórico y el inventario de ideas que despliega aparecen atados a la vida del autor, a su heterogénea formación intelectual y al derrumbe civilizatorio que hizo estallar a su época en dos guerras mundiales. Robert Edler von Musil nació en 1880, en Klagenfurt. Se formó en una escuela de cadetes y luego en una academia militar cuyas enseñanzas no le fueron gratas: la llamaba “el ojete del diablo” y sobre su experiencia allí escribió su primera novela, Las tribulaciones del estudiante Törless (1906), en la que se ha querido leer un anticipo del sádico autoritarismo nazi.

Antes de participar de la Gran Guerra se licenció en ingeniería, estudió filosofía, matemática y psicología, y hasta patentó un cromatógrafo, un aparato que descomponía los colores hasta llegar al blanco (digno invento del autor de un libro titulado El hombre sin atributos, se ha dicho). Pero lo dejó todo para dedicarse a la literatura. Vivió en Berlín y en Viena, la ciudad consciente de protagonizar los últimos días de la humanidad, devorada por la aceleración de la historia, la capital de un imperio que reunía a Kafka, Elias Canetti, Alfred Loos, Hugo von Hoffmansthal, Mahler, Wittgenstein y también a Hitler. Del Führer terminaría huyendo Musil en 1938, tras la anexión de Austria. Para entonces sus obras habían sido prohibidas por “oscurantistas” y de “un pesimismo decadente”. Se instaló en Suiza hasta su muerte, fechada en 1942.

Las crónicas de sus contemporáneos, así como la más completa biografía (publicada en alemán en el 2003 y aún sin traducir), no recuerdan a Musil como una compañía agradable sino como alguien frío, orgulloso e inaccesible, siempre impecablemente vestido y con el sentimiento de no ser reconocido ni valorado. Cosa que era cierta. Tras un relativo éxitoinicial fue paulatinamente olvidado. Su obra teatral Los entusiastas se representó sólo una vez (entre los espectadores estuvieron Luigi Pirandello y Joseph Goebbels). El exilio y el fracaso literario lo hundieron en la pobreza. Los últimos años vivió gracias a la caridad de escasos admiradores y filántropos. “Que uno no sea famoso es natural, pero que no tenga suficientes lectores como para vivir es escandaloso”, pensaba. Tampoco era reconocido por los círculos literarios. Walter Benjamin declaró su admiración por él como pensador, pero lo negó como novelista. Su independencia de pensamiento y falta de pragmatismo no ayudaban. Además, el sentimiento era recíproco: Musil desdeñaba a sus colegas. Consideraba inferiores a escritores famosos, como Franz Werfel y Stefan Zweig, y menospreciaba a otros estimados como genios, entre ellos a Thomas Mann y Hermann Broch (que, a su vez, fueron algunos de aquellos filántropos que le permitieron sobrevivir). James Joyce le era indiferente: fueron vecinos en Zurich y jamás se hablaron siquiera.

La amargura y el aislamiento de Musil crecieron en forma proporcional al trabajo que le dedicó diariamente, desde 1920, a El hombre sin atributos. En una carta de 1934 comparó sus esfuerzos en la novela con “la dedicación de un gusano de la madera perforando el marco de un cuadro en una casa que se está incendiando”. Cuando murió en Ginebra, sólo ocho personas acompañaron su ataúd. El reconocimiento internacional comenzaría a llegar años después.

Densa, sofisticada y presuntuosa, pero a la altura de sus ambiciones, la enorme novela de Musil sólo puede compararse con monumentos como En busca del tiempo perdido y Ulises. La obra surgió como la reunión de varios proyectos diferentes: una sátira sobre la decadencia de Occidente, el relato de un homicidio, una narración que iba a llamarse “La hermana gemela”. La novela está dividida en dos libros. El primero, publicado originalmente en 1930, sitúa el relato en 1913 y en el reino imaginario de Kakania, nombre que, además de remitir a su manifiesta cacofonía, alude a la sigla KK, de kaiserlich und königlich (“imperial y real”), la fórmula con que se citaba al Estado austrohúngaro.

El hombre sin cualidades es Ulrich, alguien muy parecido al autor, un matemático escéptico e idealista, de un incansable meditar, sistemático y extremo. Tiene 32 años y detrás suyo sólo ve ruinas y adelante, un precipicio: la crisis de una civilización desbocada. Ulrich se convence de ser un hombre sin atributos cuando reconoce que su época, no muy distinta de la actual, es capaz de considerar “genial” a un caballo de carreras: “Un campeón de boxeo y un caballo superan a un gran intelectual en que su trabajo puede ser medido sin discusión, y el mejor entre ellos es reconocido como tal por todos”. Sin asumir una perspectiva romántica, la novela denuncia la escisión entre razón y espíritu que quiebra al hombre moderno, acusa a la técnica instrumental de haber colonizado mundo y valores. “Vivimos una época en que las máquinas se hacen cada vez más complicadas y los cerebros, cada vez más primitivos”, sostenía Karl Kraus, otro lúcido contemporáneo del autor.

Meticuloso y exhaustivo hasta la obsesión (en sus diarios, Musil se autodenominaba “el vivisector”), Ulrich sueña una “utopía de la vida exacta”, una matemática del espíritu, aboga por la creación de un secretariado general del alma y la precisión. Se resiste a aceptar que la vida intelectual implique coartar la vida emocional: en ese sentido es que quiere una razón erotizada.

El argumento del primer libro crece capilarmente en torno a Ulrich y sus relaciones con la Acción Paralela, una misión patriótica destinada a planificar un homenaje al 70º aniversario del emperador en el trono, a celebrarse en 1918. Con ese pretexto, Musil se burla de la burocracia, la vacuidad y la charlatanería de una sociedad en putrefacción. “Tiene que suceder algo”, es la premisa repetida hasta el hartazgo, “algo”relacionado con las grandes ideas, con la supremacía imperial, la paz y la cultura con mayúsculas. Nada sucederá. Una de las ironías de la novela (“la ironía no es un gesto de superioridad sino una forma de lucha”, entendía Musil) es que el fastuoso homenaje está, para el autor y el lector, fracasado desde su concepción: en 1918 desaparecerían del mapa el Imperio Austrohúngaro y su estrafalaria sucedánea KK.

En ese contexto se posicionan los muchos personajes. Arnheim, el hombre con atributos, un prusiano exitoso y cosmopolita que tiene ideas sobre todo y siempre tiene ganas de explicarlas, inspirado en Walter Rathenau, un político de Weimar que fue asesinado por los antisemitas. Walter, el genio malogrado, basado en un amigo de la infancia del autor, Gustl Donath, que resultó bastante disgustado con su retrato. La esposa de Gustl, Alice Donath, inspiró el personaje de Clarisse, que en la ficción y la realidad terminó loca (Musil fue razonablemente acusado de no colaborar con su salud mental por haberle regalado las obras completas de Nietzsche para su boda). A partir de un caso real, Musil teje una trama secundaria en torno a Moosbrugger, el autor de un violento crimen sexual que le permite explorar el reverso de la civilización: “Si la humanidad pudiera soñar colectivamente... ese sueño sería Moosbrugger”, reflexiona Ulrich. Pese a su tendencia a la abstracción, a las descripciones casi fenomenológicas, la novela tiene pasajes muy graciosos, que brotan de seres como la snob Diotima, tan hermosa como imbécil; Tuzzi, el burócrata cornudo; y el hilarante general Stumm von Bordehr. También están las amantes de Ulrich, Leona y la ninfómana Bonadea; luego aparecen Meingast, un farsante de discurso seudomístico basado en el siniestro Ludwig Klages, y unos cuantos personajes más.

La decadencia del mundo narrado y las aspiraciones de sus habitantes contrastan con el estilo y el tono de un Musil mesurado, distante y meditativo, deliberadamente complejo, que apela a un lenguaje emparentado con la exactitud científica y a la vez pleno de ambigüedades, lírico y analítico. La acción avanza lentamente, morosa, narrada en forma indirecta o velada por las reflexiones de sus criaturas. La novela no es realista ni mucho menos psicológica. ¿Novela gnoseológica? Para Milan Kundera, Musil es junto con Broch autor de una de las llamadas nunca escuchadas por la historia de la novela: la del pensamiento, “hacer de la novela la suprema síntesis intelectual”.

“Hacia el imperio milenario (Los criminales)” es el título del libro segundo, del que Musil sólo llegó a publicar 38 capítulos en 1933. A fines de esa década, ya en el exilio, entregó otros veinte capítulos bajo presión de su editor, que le había adelantado dinero. Pero antes de que fueran publicados retiró las pruebas de imprenta y el día en que murió aún seguía revisando y añadiendo. Un año después, la viuda del escritor publicaría parte del material heredado, que superaba las 10 mil páginas manuscritas. Los textos vinculados a la novela serían incluidos en la edición alemana de 1951, pero recién en la de 1978 aparecerían -teóricamente– completos y ordenados. Sobre la base de esa última publicación se realizó la nueva edición castellana de Seix Barral, que recupera la distribución de la obra en dos tomos, en lugar de los cuatro volúmenes que formaban la primera traducción, aparecidos entre 1968 y 1982. Ya en el 2001, en España, la misma editorial había publicado la obra en dos tomos, reproduciendo idéntico material antes distribuido en cuatro. Finalmente, en diciembre pasado vuelve a publicar dos tomos, con iguales versiones castellanas, pero revisadas por uno de los tres traductores, Pedro Madrigal. Es esta versión definitiva la que ahora llega a la Argentina, aunque, de acuerdo con sus notas, el propio Madrigal, “para no abultar”, decidió omitir ciertos capítulos “un poco reiterativos” que Musil dejó a medio corregir.El carácter inconcluso del segundo libro no se advierte en la escritura, sumamente elaborada, pero sí en el argumento: hay muchos hilos nunca hilvanados, subtramas interrumpidas. La Acción Paralela y su fauna, junto con el tono satírico, son relegados como un fondo sobre el que se dibuja la relación entre Ulrich y Agathe, los hermanos que se reencuentran después de muchos años. Sobre Agathe, como antes sobre Clarisse y Diotima, se apoya la mirada de Musil atenta a la psicología femenina, ya presente en obras anteriores (en los relatos de Tres mujeres y de Uniones).

“Sólo hay una pregunta que realmente merece pensarse y esa pregunta es: ¿cuál es la vida auténtica?”, dice el hombre sin atributos. El segundo libro cuenta su viaje hacia la verdadera vida, un “otro estado” al que se llegaría por el amor y el erotismo como vías místicas. Antes descripto como “una persona religiosa a la que, simplemente, le ocurre que no cree en nada por el momento”, ahora Ulrich, como un asceta, busca la supresión de la individualidad y la comunión con el otro, la trascendencia en una forma de androginia.

Musil no llegó a elegir ninguno de los finales que había imaginado para la novela. Uno era, al estilo de La montaña mágica, el estallido de la Gran Guerra. Alguna vez declaró que su intención era concluir en medio de una frase, después de una coma. También habló de cerrar el libro con una serie de aforismos. Otro desenlace posible, acaso el más probable, es el de la consumación del amor entre los hermanos. Es el final que han elegido los editores. Fugados de la sociedad, situados en un jardín edénico, “los criminales” entienden que sólo desafiando a la moral burguesa podrán encarnar la felicidad. Claudio Magris observó que las últimas páginas de la novela alcanzan “una de las más altas representaciones de la perdición amorosa, una felicidad indisoluble del horizonte marino en la que tiene lugar, pero tan intensa que los dos amantes no logran soportarla, de suerte que regresan a la vulgaridad, al flirt sin encanto y sin herida, a las ocupaciones y a las horas que se escurren en la nada pero que, no siendo nada, no acarrean dolor al desvanecerse”.

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