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Domingo, 22 de mayo de 2005
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Lecturas

Acaricia mi ensueño

En medio de una literatura dominada por cuerpos (y erotismos) fálicos o anales,la autobiografía de Juan José Sebreli arriesga una tercera posición: el cuerpo y el goce casi mental del entre-muslos, eso que los antiguos griegos llamaban “zona intercrural”.

Por María Moreno
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Contra el intelectual que posa contra un fondo de bibliotecas, sentado ante la mesa de un bar que le tapa la entrepierna o abrigado en lo que se supone es un invierno en el extranjero, David Viñas, Juan José Sebreli y Oscar Masotta posan, allá por los años ‘50, con los bíceps marcados y sucintos slips, plantados en las arenas del balneario popular El Ancla. Son nuestros sex symbols literarios. Pero esos cuerpos que llaman al músculo son sobre todo cuerpos ideológicos, citas de una materialidad de fondo marxista, allí donde la literatura alta de Sur envolvía imaginariamente con un chic puritano. Pero en El tiempo de una vida, Juan José Sebreli hace algo más: poner en escena una suerte de autobiografía de un cuerpo. Desde el del chico lindo, elogiado por los parientes, pasando por el adolescente a quien la fragilidad y los granos hacen que sea punto en la escuela, hasta llegar al joven, luego hombre maduro, que encuentra en el yire la redentora mirada de los otros por y para el deseo erótico. Flanear es erotizar la ciudad de Borges, quitarle a la de Sabato su halo neurótico y hacer sobrevolar el atractivo en aquella que Arlt volvía política a fuerza de asco, leyéndola en clave de zaguanes llenos de cáscaras de naranja y regueros de ceniza y rodeados por ventanas alambradas o de humillación. Y uno de los pasajes más atractivos de El tiempo de una vida es eso que no podría escribirse: el lenguaje de señas que intercambian dos desconocidos más allá de toda utilidad o acuerdo, con un erotismo soberano en sí mismo.

Lejos del narcisismo de los autores que, en lugar de desalentar la identificación entre el narrador y ellos, la alientan para promocionar el tamaño de su sexo –la piedad impide dar nombres–, Sebreli separa, en su narración, al cuerpo de su eje fálico. En la infancia, falsamente pasivo ante la ironía “soez y procaz” de sus compañeros de escuela, su narrador tiene una mirada viva para arrancarles, a través de imágenes entrevistas, el secreto del propio deseo: “Yo me quedaba silencioso y atento frente a esa bella y perturbadora visión de las piernas desnudas de algún compañero de banco, con la suave pelusa y el incipiente vello que dejaban entrever los pantalones cortos y las medias tres cuartos siempre caídas”. Y el rostro de Oscar Masotta es descripto sin esos eufemismos más o menos expresivos que la posición heterosexual ordena en adjetivos que se detienen en la vehemencia o en la inteligencia, para atrapar su carnalidad: “Su boca grande, sus labios carnosos, sensuales, casi siempre semiabiertos, como quien espera ser alimentado, denotaban su avidez. Esa oralidad incluía su fumar compulsivo...” Como la autobiografía, lejos de sustentarse sin mediaciones en la vida, se sustenta en otras autobiografías, es fácil superponer en este rostro el de Sartre, así como también en el del niño que deja de ser lindo, un momento que Sartre sitúa en su corte de pelo, allá en la infancia. En la literatura argentina con voluntad de transgresión, las metáforas corporales adoptan figuras genitales o solipsismos de esfínter: “Puñaladas” y “Ensayos de punta” en el lenguaje bautismal de Horacio González para una colección de libros que dirige, un abuso del verbo “penetrar” en David Viñas, la “infibulación” como agravio en Osvaldo Bayer. Del otro lado: el recto como rector, desde ese culo al aire del Erdosain con librea que mora en las antecocinas de Los siete locos hasta el del sofocador de la cumbia, personaje de Washington Cucurto que inventa en Cosa de Negros “enjuagame el duodeno”, “teñime las tripas de blanco”, “pasteurizame el hígado”. Cucurto, tan cerca del cuculeíto de Gombrowicz, agranda la apuesta cuando, al final del libro, introduce la violación del narrador a manos –en realidad no se trata de manos– de un tal Henry: “Fue un dolor intensísimo, de rompimiento total. ¡El desflore cucurtiano! ¡Culeador culeado!”

Todas imágenes estáticas de un acto atomizado donde todo se reduce a estar arriba o abajo, tener o no tener, atrás o adelante. Esa carne en(castrada)en las metáforas nacionales supone tanto el fantasma de una violación como el de un complemento. Sebreli ofrece una alternativa, en correlato a su ensayo primigenio donde disolvía la alternativa civilización-barbarie al señalar los goces accesibles de una zona intermedia. “Heterodoxo, con frecuencia eludía la forma mecánica habitual de la masturbación y prefería, a veces, la caricia en la zona erógena intercrural –predilecta de los antiguos griegos, según supe mucho después–, y en momentos de paroxismo podía llegar al orgasmo sin siquiera tocarme, sin el menor roce, a tal punto era una actividad mental”, escribe. Nada menos democrático que un fantasma, nada más totalitario que un gusto. Hacer la crítica de un fantasma no es más que ocultar las intenciones de oponer el propio. Obvio. Pero qué novedoso sería leer entre la metáforas corporales nacionales, como señal de valor y complejidad, por ejemplo, “un texto intercrural”.

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