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Domingo, 5 de junio de 2005
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Palabra viva recopila textos de escritores y escritoras desaparecidos y víctimas del terrorismo de Estado. Una muy buena iniciativa que también reaviva debates entre la militancia y la literatura.

In memoriam

Palabra viva
Antología de escritores desaparecidos
SEA
256 páginas

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Por Rogelio Demarchi

Hubo un tiempo que fue hermoso: un deseo de cambio y profunda transformación anidaba en los espíritus, o sea que todos los conceptos eran puestos entre paréntesis hasta que sucesivas discusiones –en las que podían expresarse la sensata madurez y la ingenuidad infantil– alumbraran las nuevas definiciones. El campo literario se concebía a sí mismo como un campo intelectual pleno de tensiones y obraba en consecuencia, lo que es decir que vivía trenzándose con el campo del poder político en infinidad de luchas. Una de ellas, bastante significativa, giraba alrededor de una triple definición: qué quiere decir escribir, quién es (o qué es un) escritor y qué tipo de relación debía establecerse entre esa escritura y la transformación social que se estaba gestando; no faltaban quienes agregaban un cuarto elemento: qué de todo lo escrito por un escritor puede considerarse su obra.

Es una lástima que la Sociedad de Escritoras y Escritores de la Argentina (SEA) no haya tenido presente esa atmósfera de época al elaborar Palabra viva, una antología de textos producidos por 71 de las 103 personas desaparecidas entre 1974 y 1983 a las que la institución considera escritores. Veámoslo de este modo: si es imposible que tal antología tenga un valor estrictamente literario, porque la diferencia estética entre unos y otros es abismal y porque la carta o el poema a un ser querido comparten el espacio del libro con el ensayo histórico, el cuento, la canción de protesta, el artículo periodístico y varios otros géneros, siendo el objetivo superar la dupla “memoria y homenaje” a que se hace referencia en el prólogo, entonces el conjunto debería servir como documento histórico-político que colabore en la reconstrucción de las polémicas que en aquellos años atravesaban a casi todos los que asumían la escritura como parte de sus opciones sociales. Pero no se entiende por qué, de todos los sacerdotes desaparecidos, sólo se ha considerado como escritores a Enrique Angelelli y a Carlos Mugica; por qué no incluye a todos los periodistas desaparecidos pero sí a muchos de ellos; por qué hay una importante cantidad de jóvenes militantes que desaparecieron sin haber publicado un solo texto cuyos poemas de protestas o sus cartas de amor son colocados en igualdad de condiciones con Paco Urondo, Roberto Santoro o Rodolfo Walsh.

Cabe advertir que la iniciativa es por demás elogiable. En esta política de la memoria se puede encontrar una de las razones por las cuales la tristemente célebre Sociedad Argentina de Escritores (SADE) dejó de ser representativa para el ¿gremio? y se tornó necesaria una nueva organización. Se podría recordar, a modo de cuento con moraleja, que en estas mismas páginas alguna vez Osvaldo Bayer contó que al regresar de su exilio visitó las oficinas de la SADE; el recibimiento se limitó a un frío ¿y usted quién es?, poco después rematado con el agitar en el aire de una ficha que denunciaba los largos años transcurridos desde que había pagado su última cuota social. Pero una nueva institución como es la SEA debería estar en condiciones de proponer una antología que aproxime al lector a la definición de ese concepto que, en una corrección política propia de los años que vivimos y como corolario de una cierta crítica a la lengua que hablamos, aparece duplicado para diferenciar los géneros pero no del todo las aguas.

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