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Domingo, 12 de junio de 2005
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Cozarinsky reedita un viejo ensayo con un apéndice de anécdotas.

En busca del chisme perdido

Museo del chisme
Edgardo Cozarinsky
Emecé
140 páginas

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Por Alicia Plante

Esta obra de Edgardo Cozarinsky combina dos categorías de material muy diferentes: la primera parte, “El Relato Indefendible”, originalmente escrito en 1973, restituye al plano de lo disponible –“ampliado y corregido en la puntuación más que el vocabulario o los temas”– un acotado ensayo sobre el chisme como hecho narrativo esencial. La segunda es una ilustrativa colección de chismes –que tal vez se adaptarían con mayor comodidad a la clasificación de “anécdotas”– en muchos casos encantadores asomos de la picardía, el ingenio, la inocencia o la estupidez humanas. En todo caso, un recorrido por la erudita bibliografía citada o por la memoria gozosa de célebres amigos personales.

Lamentamos no tener mejor acceso al pensamiento actual del autor sobre el tema, no sólo por su decisión de limitarse a reeditar sin mayores cambios un ensayo de casi treinta años atrás sino también porque es en realidad gracias a largas transcripciones de autores en los que se recuesta con comodidad de frecuentador –Henry James, sobre todo en El arte de la novela, el Marcel Proust de En busca del tiempo perdido, o Borges en diversos ensayos, así como varios otros referentes– que confirmamos que Cozarinsky procura enaltecer el históricamente bastardeado concepto de chisme, aun si hacerlo implica relativizar el valor creativo (en cuanto original) de la palabra escrita, en suma, de la literatura. Así convertido en paladín de la actividad humana que habría dado remota génesis a la cultura a través de las mujeres como trasmisoras de historias y leyendas –y desde ahí a las visiones en apariencia antagónicas de la mujer como Bruja o como Virgen–, Cozarinsky elige desdibujarse detrás de sus mentores. Esta modestia tampoco ayuda a que conozcamos su propio pensamiento.

Es interesante que recurra a la teoría psicoanalítica para incorporar elementos de juicio adicionales, a pesar de su involuntario deslizamiento a la confusión entre conceptos como neurosis y psicosis, o de su fidelidad a la antigua definición de mujer como “hombre mutilado” o “incompleto” correspondientes a una etapa largamente superada de las primeras teorías edípicas freudianas. Coherentemente, a partir de ciertos vínculos etimológico-folclóricos del inglés, el francés y hasta el alemán, Cozarinsky desempolva y rescata comunes denominadores denigratorios que asocian el concepto de chisme al de mujer, de donde se perfila una postura frente al género femenino que parece oscilar entre la reverencia y la evitación, actitudes esperables ante ese universo que se define como “lo impenetrable”, ante la mujer como sucedáneo de la madre fálica, enorme y completa, peligrosa ya que prohibida. ¿Son quizás los vapores del miedo los que apartan al varón impresionado y lo ponen de espaldas ante ella, tanto ante la Bruja como ante la Virgen, ambas inaccesibles?

En la segunda parte del libro, que Cozarinsky, rozando una vez más lo modesto titula “Cuadros de una exposición”, hay dos piezas que resultan particularmente deliciosas. Por un lado el remate de Victoria Ocampo en la comparación de una traducción propia con otra ajena e hispana: “¡Basta! ¡Este libro sale en la Argentina y aquí nadie se hace la puñeta, en la Argentina todos se hacen la paja!”. Y por otro, el inefable comentario de la viuda de Chéjov respecto de la relación del dramaturgo ruso con sus obras: “Anton Pavlovich nunca entendió el sentido de sus obras”.

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