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Domingo, 26 de junio de 2005
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El notable debut literario de un antropólogo español.

Los nuevos monstruos

La piel fría

Albert Sánchez Piñol

Edhasa

283 págs.

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Por Juan Pablo Bertazza

A la hora de opinar sobre Robinson Crusoe, James Joyce fue casi tan explícito como Molly Bloom en el monólogo que cierra el Ulises: “La narración del marinero náufrago nos revela, como ninguna otra obra, la profecía del Imperio”. El esquema joyceano, que ve en el personaje de Viernes a los pueblos sometidos y en el de Crusoe al colonizador británico, puede aplicarse para pensar una novela que está causando furor entre los críticos: La piel fría de Albert Sánchez Piñol, un joven antropólogo barcelonés que escribe en catalán y, hasta hace poco, era totalmente desconocido. Es que este cable a tierra de la literatura española, estructurado como una novela perfectamente circular, aborda de una forma bastante inteligente y novedosa el problema del otro.

En los albores del siglo XX, un irlandés huérfano, luego de arriesgar su vida por la Independencia en el contexto de las guerras contra –precisamente– el Reino Unido, se convierte en desertor por no tolerar la violencia y corrupción del nuevo gobierno autónomo irlandés. Y, una vez recibido de oficial atmosférico, decide trasladarse a una isla del Atlántico para investigar las variaciones meteorológicas que van a ser siempre metáforas de las alteraciones emocionales sufridas por los hombres. En aquel verdadero culo del mundo se refugiará junto a su antecesor para combatir a unos aparentes monstruos anfibios a los que llaman carasapos. Con ellos mantendrán relaciones ambiguas ya que, si por un lado, desean aniquilarlos, por el otro esclavizan a una de sus hembras para conseguir orgasmos inigualables al calor de su piel fría.

Hasta ahí lo que se ve es sólo una historia más de conquista y abuso sobre aquel otro en quien se proyectan carencias propias, ese otro sin el cual –como decía Todorov– resulta imposible pensar y llevar a cabo cualquier interpretación de signos. Y al igual que lo que pasaba con Calibán (aquel nativo de la isla de La tempestad a quien los colonizadores lo habían bautizado así tomando el mote de caníbal que –a su vez– venía de caribe), también en La piel fría a los monstruos se les dará nombres que no son para nada ajenos a la propia experiencia del mundo. A los anfibios se los llama Citauca (Acuatic) y a su hembra prisionera Aneris (Sirena).

Sin embargo, la mayor virtud del libro es volver problemática la categoría del otro. Dirá el protagonista: “Ese faro es un espejismo”. La sospecha de que las bestias acuáticas sean –en gran parte– una proyección de estos hombres enemistados por distintas razones con la humanidad, lleva a pensar en dos conclusiones: todo naufragio es voluntario y el peor enemigo es siempre uno mismo.

En esta novela, que como todo trabajo interesante es pasible de lecturas muy disímiles, la ciencia ficción y lo fantástico sirven de cortina a un agudo cuestionamiento filosófico y universal sobre la condición humana.

En los antípodas de Robinson Crusoe, una novela que consagra al individualismo feroz, La piel fría, aunque sin ingenuidades, rescata el valor de la comunidad: “Contra la adversidad, dos hombres juntos son un ejército, uno solitario sirve para muy poco”, dirá el protagonista.

Por otra parte, el bastante trillado tópico de vivir en una isla desierta está bien empleado para proponer que, en condiciones ambientales parecidas, todos somos más o menos iguales. Interesante relativización moral si se quiere generar un debate sobre cuánto hay de fantasmas propios al horrorizarnos –supuestamente– por la conducta de los otros.

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