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Domingo, 18 de septiembre de 2005
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Una novela psi, pero sin la jerga a flor de piel.

Psi, quiero

Nada que hacer
Graciela Avram
Simurg
218 páginas

Por Jorge Pinedo
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Acaso por los torbellinos que desatan las pequeñas diferencias, en un mundo globalizado la pintura de la aldea impone un puntillismo propio de un pincel sumamente fino, tan cuidado como virtuoso. Y si alguna aldea ha sobrevivido a la aplanadora holística ésa es la psi, con sus barrios, parroquias, capillas, mercados y plazas fuertes. Más densamente poblada que en cualquier otro rincón del planeta, la desgarrada familia que reconoce su filiación freudiana excepcionalmente traspasa la cerca endogámica y, sin perder el acento, atina a batir la jerga de los mortales analizantes. Así como el maestro vienés se sirvió de las bellas Letras a fin de reorientar el contragolpe tóxico propio del oficio, algunos (pocos) avanzaron por esa senda en sus incursiones fuera del ghetto. Por estas latitudes con calidad y éxito lo lograron Oscar Masotta en ensayo; Carlos Chernov, Luis Gusman y Germán García en narrativa, Jorge Palant en dramaturgia. En la acotada sentencia de los legos la principal virtud de un texto escrito por un psicoanalista residía, precisamente, en no parecer estar escrito por un psicoanalista. Apresurado equívoco que Graciela Avram destituye de la única manera posible: mediante un acto. En la idea de que no hay acto más allá de la palabra (que lo narra), Nada que hacer es una novela que adopta el formato del folletín: transcurre en los escenarios y con todos y cada uno de los personajes de aquella aldea que hace de la experiencia del inconsciente génesis y causa. Tal vez podría desarrollarse en los desfiladeros de la corporación docente o en las catacumbas de la militar, pero Avram la que más conoce es la psicoanalítica y allí despliega su paleta. Por ese motivo la escritura resulta eficaz toda vez que entrecruza la poética de un campo conceptual (“El llanto parecería contar algo, producir un mito del dolor en el que alguien se acomoda bajo el más verdadero de los mensajes: el del cuerpo y no el de la lengua”) con la pirueta semántica que lo cuestiona (“Vera iría esa tarde. Zomer lo recordó al mirar su agenda. Pero recordar algo porque se lo veía escrito, ¿era recordar?”), relanzándolo hacia la generosidad polisémica. Pues a la condición de posibilidad que otorga el efecto desopilante de una trama en la que las piezas ajustan fuera de lo previsible, Avram le suma que deje de constituir requisito ineludible un lector consustanciado con la jerga, por más que en las primeras cuatro páginas ya aparezca una docena de términos alusivos a la lengua freudolacaniana.

Un analista melancólico que mientras supervisa enamora a una colega típicamente histérica; canallas, tilingas, trepadores, héroes y sus correspondientes miserables transcurren dentro de una atrapante historia pletórica de guiños: Bender, Zomer, Ronson son nombres tan connotados como una institución denominada Lugar de Goce. Sitios y personajes diferenciables, reconocibles por su verosimilitud más que por su existencia, zafan del psicologismo, lo que no es poco dado el caso.

Nada que hacer resuelve uno de los dilemas de la insatisfacción: como cuando el paladar del gourmet pide más por lo sabroso, nunca por lo escaso.

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