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Domingo, 13 de noviembre de 2005
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Adieu

John Fowles (1926-2005)

Por Rodrigo Fresán
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“En realidad yo nunca quise ser un escritor”, escribe John Fowles en la recopilación de ensayos y artículos que abre Wormholes (1998), su último libro publicado en vida, si dejamos de lado la reedición masiva del opúsculo para coleccionistas The Tree y un volumen de diarios de juventud. Wormholes –a la hora de cerrar una vida– puede entenderse también como una suerte de summa estética donde se discuten obsesiones íntimas (El gran Meaulnes de Alain Fournier, su novela favorita; Thomas Hardy, su héroe y maestro), pasiones nacionales (Sherlock Holmes), y hasta una crítica de Crónica de una muerte anunciada leída en tándem con la entonces in progress guerra del Atlántico Sur. Allí, se concluye: “Puede que la señora Thatcher les hable a los británicos, pero García Márquez me habla a mí”.

La cuestión es a quién le hablaba Fowles. Porque Fowles –como Iris Murdoch– fue y seguirá siendo uno de esos escritores raros que se las arreglaron para escalar las listas de best-sellers sin por eso sacrificar lo que él entendía debía ser el Gran Arte. De ahí que en su obra se detecten sin problemas –como en la de, otra vez, Murdoch– destellos de Shakespeare, George Eliot, Charles Dickens, Tolstoi, Thomas Mann, sin que esto le impidiera “divertirse” casi creando el asesino psicópata moderno (El coleccionista, 1963), bordando aplicaciones fantásticas en el bil dungsroman de culto adoptado por la Generación de Acuario (El mago, 1966 y revisada en 1978), ensayando maniobras metaficcionales y posmodernas (La mujer del teniente francés, 1966), reescrituras de mitos clásicos (La torre de marfil, 1974), trasplantes de la novela victoriana al siglo XX (Daniel Martin, 1977), alucinaciones sexuales (Mantissa, 1985) y hasta una reinvención de la novela histórica contaminada por la sci-fi (Capricho, 1985). Su filosofía artística y existencial puede encontrarse en su “autorretrato de ideas” titulado Aristos (1964) y en las pocas entrevistas que concedió. En ellas queda claro que se consideraba “un outsider”, que amaba a la naturaleza, odiaba a los académicos y sólo respetaba a sus lectores. Su ambición original, confesó, había sido “la de alterar la sociedad en la que vivo; es decir, afectar las vidas de otros” mediante la escritura de –en este orden– poemas, filosofía y, “sólo como tercera opción”, novelas. Todo hace pensar –ahí están sus libros– que John Fowles, un hombre sabio, se las arregló para hacer lo primero y lo segundo y lo tercero hablándonos, siempre, a nosotros.

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